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El colapso económico de Afganistán
La actividad económica de Afganistán era totalmente dependiente de la ayuda extranjera, en especial de Estados Unidos. La victoria de los talibanes cortó de raíz ese pilar, a lo que hay que unir el bloqueo de las reservas del país, 9.000 millones de dólares que se encontraban depositados en EEUU. El país sufre en la práctica un colapso en el que el nuevo Gobierno ni siquiera puede pagar el suministro eléctrico que le llega de los países vecinos.
En octubre, Der Spiegel publicó un largo reportaje sobre una situación que no ha cambiado mucho desde entonces:
El Estado, ahora el Emirato Islámico de los talibanes, ha terminado siendo incapaz de pagar los salarios, excepto de algunos profesores o trabajadores sanitarios. Los bancos sólo tienen permiso para distribuir cantidades minúsculas de efectivo en la moneda local, el afgani. Como consecuencia, millones de personas se están quedando sin dinero en efectivo, en un momento en que los precios de alimentos, gasolina y gas para cocinar están subiendo rápidamente. Aún hay electricidad. El 80% de ella se importa de los países vecinos Uzbekistán, Turkmenistán, Irán y Tayikistán, pero Kabul no ha podido pagarles desde el 15 de agosto.
El número de mendigos, en especial mujeres, ha estallado, y las calles de Kabul están llenas de lavadoras, muebles y material de cocina puestos a la venta, y que nadie está comprando. El otoño es la época de la cosecha de las granadas, pero los vendedores del producto también esperan durante horas a que aparezcan los clientes. «Si alguien viene sólo está interesado en la fruta en mal estado», dice un vendedor desesperado.
Como en el resto del Gobierno, las nuevas autoridades económicas están dirigidas por cargos políticos y religiosos sin ninguna experiencia en asuntos financieros. Las exportaciones legales suponían hasta hace unos meses unos mil millones de dólares anuales, mientras la exportación de droga podía alcanzar otros 600 millones. Al mismo tiempo, el país importaba bienes por valor de 7.000 millones. «El valor del afgani (75 afganis por dólar) se mantenía por el hecho de que cada semana llegaban entre 20 y 30 millones desde EEUU», dice el directivo de un banco. «Eso se ha acabado. Pero los talibanes no parecen entender la gravedad de la situación».
Kabul ya ha sufrido varios apagones temporales al aumentar el consumo eléctrico con la caída de las temperaturas en noviembre. Los países limítrofes de Afganistán que le venden cerca del 80% de la energía que utiliza dieron tres meses para que el Gobierno pagara lo que debe, que ya supera los 60 millones de dólares. Ese plazo ha finalizado sin que se haya cumplido la amenaza de corte de suministro. En la práctica, esa es la mayor ayuda exterior que ha recibido el país en estos meses.
La empresa pública de electricidad ha pedido a la misión de la ONU una ayuda de 90 millones con la que pagar esas deudas y asegurar el suministro. De momento, no ha recibido respuesta.
Pablo Iglesias se ha vuelto pesimista nivel República de Weimar
«Lo bueno de no tener responsabilidades políticas es que uno puede decir estas cosas libremente», dijo Pablo Iglesias en uno de los momentos de su conversación del martes con José María Lassalle en la Delegación de la Generalitat en Madrid. Ya no es vicepresidente, ya no tiene la obligación de ser optimista –los gobernantes siempre son optimistas–, ya puede ocuparse de trazar un panorama sombrío si no se adoptan determinadas políticas con las que solventar problemas graves. Cuando Iglesias quiere mostrarse preocupado, tiene la habilidad para aparecer extremadamente preocupado.
El motivo del encuentro era el inicio de una serie de conferencias organizadas por la Delegación de la Generalitat centradas en el diálogo entre las instituciones españolas y catalanas. También por la presentación, en la misma sala, de un libro colectivo que ha publicado la editorial Catarata –’Cataluña-España: ¿del conflicto al diálogo político?’– en el que 60 autores han reflexionado sobre el futuro de ese conflicto y las vías de solución. La amplia nómina de colaboradores incluye pocos representantes de la derecha que marca el paso en su mundo. En esos ambientes, la apelación al diálogo se contempla con desdén o un rechazo total. Solo esperan de los vencedores de las elecciones catalanas la rendición y que se presenten en una comisaría con el DNI en la boca.
Es curioso que en la derecha nieguen que se trata de un auténtico conflicto político, sino de que algunos políticos violan la ley y por tanto deben recibir el castigo correspondiente. Los conflictos son consustanciales a la democracia. La diferencia con las dictaduras es que se puede convivir con ellos sin necesidad de abrir la cabeza al prójimo. «Una democracia debe albergar siempre dentro de sí misma la opción del diálogo», explicó Lassalle, que fue secretario de Estado de Cultura en el Gobierno de Rajoy. Uno de los grandes objetivos de la democracia consiste en «neutralizar los conflictos». Quizá no se consiga alcanzar la solución que satisface a todos, entre otras cosas, porque quizá no pueda existir tal nivel de perfección, pero el diálogo es una herramienta de convivencia que, como mínimo, debe servir para entender al contrario. Sigue leyendo
Biden y Sánchez necesitan que los votantes se animen, pero la inflación pone en peligro sus planes
Las encuestas ofrecen a veces curiosas coincidencias. La última del CIS revela que el 69% de los españoles cree que la situación económica del país es mala o muy mala. En Estados Unidos, un 68% de las personas dicen que la economía norteamericana está empeorando, según un sondeo de Gallup en octubre, cinco puntos más que en la encuesta del mes anterior. En ambos países, la recuperación económica es un hecho, con menor intensidad en España, pero el pesimismo está abriéndose camino en los electorados y los gobiernos deben empezar a preocuparse.
Hay situaciones que son paradójicas. A pesar de esa visión negativa sobre la economía, cuando se pregunta a los españoles sobre su situación económica personal, el negro se torna mucho más claro. Un 60,7% de ellos dice que es buena. Ese porcentaje es similar o superior en los votantes de casi todos los partidos, y algo más bajo en el caso de los de Vox (55%).
Los norteamericanos, que en un 65% -según una encuesta de AP- dicen que su situación financiera personal es buena, son capaces de detectar fenómenos positivos en asuntos muy relevantes. Un 74% de ellos cree que es un buen momento para encontrar un empleo. El porcentaje es un récord y está muy lejos del 22% registrado en el comienzo de la pandemia en 2020 y a años luz del 8%-10% que se produjo entre 2009 y 2011 en lo peor de la gran recesión. Sigue leyendo
Puedes aprender de liderazgo del líder que hundió a su partido en la miseria
Cómo pasa el tiempo. Hace justo dos años, la estrella emergente de la política española se precipitó contra el suelo a la máxima velocidad y originó un cráter que dejó pequeño al de la península de Yucatán. Fue un espectáculo pirotécnico a la altura del que protagonizaron la UCD y Landelino Lavilla en 1982. Albert Rivera estaba convencido de que podía ser el nuevo líder de la derecha española y de repente descubrió que todo había sido un sueño. Aún no había cumplido 40 años –le faltaban unos días– y tenía que reinventarse con un nuevo empleo. Tampoco le iba a resultar difícil. Sólo debía gestionar la frustración.
Para el tema laboral, entró a trabajar en un bufete de abogados. Para el tema del ego, decidió que la sociedad estaba sedienta de sus conocimientos sobre liderazgo. Se supone que de la parte que le llevó a aparecer con 40 escaños en el Congreso en diciembre de 2015 con 3,5 millones de votos o cuando superó los cuatro millones en abril de 2019 amenazando la posición del Partido Popular. Siete meses después, se repitieron las elecciones y perdió 2,5 millones de votos y 47 escaños. El líder con el fracaso más estruendoso de la última década cree estar ahora en condiciones de sentar cátedra. Un buen comienzo sería explicar que nunca debes dejarte deslumbrar por lo mucho que te adoran tus subalternos. Eso incluye a los jefes de opinión de algunos periódicos.
El vehículo es una universidad privada en la que impartirá un posgrado en liderazgo y management (sic) político. Precio: 5.800 euros por un curso de 180 horas. La hora sale a 32 euros, así que será mejor que los alumnos lo aprovechen. Como prólogo, el jueves intervino en un debate sobre liderazgo –entrada gratuita– junto a Juan Manuel Moreno Bonilla y Emiliano García-Page, presidentes de Andalucía y Castilla La Mancha. En su condición de gurú, Rivera utiliza conceptos como «startup política» y «know how» y dice que su aspiración en estos momentos es «innovar». Sigue leyendo
Votando a los nuevos del Constitucional con pinza y mascarilla por aquello del olor
Nadie como la izquierda para fustigarse con el látigo de nueve colas. Los partidos del Gobierno llevaban meses exigiendo al Partido Popular para que se aviniera a pactar la renovación del CGPJ, el Tribunal Constitucional (TC) y otras instituciones. Al final, se produjo el acuerdo sobre el Constitucional entre el PSOE y el PP que se vota este jueves en el Congreso. Como era de esperar porque ha ocurrido antes, los conservadores presentaron dos nombres que pueden presumir de muchas cosas, pero no de independencia. Son juristas de confianza de Génova 13, de tanta cercanía que eso les ha creado problemas en el pasado. Ahora toca votar su elección de forma secreta y hay diputados de izquierda traumatizados por la cita. En los escaños de la derecha, están abanicándose con la Constitución.
¿Qué se podía esperar si el PP sigue negándose a pactar la renovación del CGPJ mientras acusa al Gobierno de estar paralizando la renovación del organismo? Las palabras han dejado de tener sentido en la política española.
La mecha del descontento la encendió el socialista Odón Elorza al decir en nombre de su partido que era «una indignidad» para el TC y el Congreso que el catedrático Enrique Arnaldo estuviera en la lista. Arnaldo ha estado tan metido en las tripas del PP que hasta apareció en el sumario del caso Lezo con una conversación siniestra con Ignacio González en la que presumía de que podía maniobrar para que se nombrara un fiscal general que favoreciera los intereses del presidente madrileño. Sigue leyendo
Afganistán o el derecho a matar en nombre de la libertad
Veintitrés millones de personas necesitan asistencia humanitaria para sobrevivir en Afganistán, según cifras del Programa Mundial de Alimentos, una agencia de la ONU. La población del país es de 39 millones. Hasta la victoria talibán, el país recibía ayudas anuales por valor de 8.500 millones de dólares al año, equivalentes al 43% del PIB. Esos fondos servían para mantener el 75% del gasto público y el 90% del gasto en defensa y seguridad. Veinte años después de la creación del nuevo Estado afgano, el país vivía de la asistencia económica internacional, fundamentalmente de EEUU y de las grandes instituciones internacionales.
Después de que los talibanes se hayan hecho con el poder, la situación económica ha empeorado. Aquellos más afortunados, los que tienen un empleo en la Administración como médicos o profesores, en su mayoría no han recibido su salario en los últimos tres meses. La ONU no descarta que en 2022 el país sufra una hambruna de proporciones masivas.
Por tanto, la misma existencia de ese Estado se debía a esa ayuda. No al resultado de las elecciones, no a su capacidad de proteger la seguridad de los ciudadanos. Su única legitimidad provenía del hecho de que la alternativa era peor. Era como un enfermo sostenido con vida de manera artificial.
Políticamente, el balance era aun más desolador, lo que ayuda a entender por qué el Gobierno y el Ejército se desplomaron hasta desvanecerse en las dos primeras semanas de agosto. Las últimas dos elecciones presidenciales habían quedado manchadas por el fraude en las urnas y la baja participación electoral. La corrupción se había extendido por todas las fuerzas policiales y la mayor parte del Ejército. La clase política saqueaba sin pudor los fondos que llegaban a las instituciones. Las mansiones de los caudillos regionales en Afganistán y sus cuentas corrientes en los bancos de Dubai no dejaban lugar a dudas.
Estas conclusiones podían haberse escrito en cualquier año de la última década. De hecho, se escribieron y por ejemplo aparecieron en los informes anuales de la oficina del Pentágono dedicada a examinar los avances en la «reconstrucción» de ese país.
La intervención militar occidental en Afganistán se cerró con un fracaso completo, tan absoluto que plantea serias dudas sobre si se podría repetir otra vez. Si el legado de Vietnam acompañó a la política norteamericana durante casi veinte años, y supuestamente fue neutralizado con la victoria fulgurante en la Guerra del Golfo en 1991, cabe pensar que cualquier otro proyecto de reconstrucción nacional después de una invasión quedará marcado por la sospecha de que se produzca otro Afganistán.
Pocos días después de la caída de Kabul, Anne Applebaum escribió un artículo para lamentar la falta de decisión del mundo occidental en defensa de la libertad. No se refería a una confrontación ideológica, sino a una batalla real, la que se lleva a cabo con armas. Se quejaba de que se hubiera extendido el concepto de que «no es posible una solución militar» en tantas declaraciones públicas sobre guerras como la de Afganistán, pero no sólo en ese país. En definitiva, se burlaba de esos expertos en solución de conflictos o altos cargos de la ONU o la UE que buscan negociaciones políticas que den lugar a acuerdos duraderos.
Frente a esa idea, Applebaum escribió que las guerras acaban en muchas ocasiones con una solución militar. En una guerra, a veces gana alguien que está dispuesto a luchar hasta el final. «Los extremistas violentos, en contra de la imagen más extendida, pueden ser bastante racionales: pueden calcular de forma exacta qué necesitan para ganar una batalla, que es precisamente lo que los talibanes han hecho en Afganistán. Existía una solución militar, y ese grupo ha estado esperando durante mucho tiempo para lograrla».
No es una sorpresa que la escritora defienda eso que se ha llamado «intervencionismo liberal». Cree que en el mundo occidental ha perdido las ganas de luchar al apreciar que la opinión pública de EEUU no quiere saber nada de las «guerras interminables» veinte años después del 11S. «Porque a veces sólo las armas pueden impedir que los extremistas violentos tomen el poder».
¿Se puede llevar la guerra a todos los países del mundo en los que existan extremistas dispuestos a combatir hasta el fin de los tiempos para hacerse con el control del país? Parece una opción poco viable, porque por mucho que las élites políticas, periodísticas y académicas compartan una estrategia básica de carácter intervencionista, al final en países democráticos necesitan que exista un consenso básico compartido por la mayor parte de la opinión pública.
Es sabido que una guerra contra un movimiento insurgente carece de futuro si el Ejército extranjero implicado no cuenta con un fuerte aliado local. Eso es un hecho en términos militares y políticos. Cuando EEUU y sus aliados tenían 100.000 soldados en el país, no debían preocuparse mucho por la entidad del Ejército afgano, aunque eso ya suponía un pésimo augurio para el futuro. Posteriormente, los occidentales redujeron al mínimo su presencia militar y dejaron a las fuerzas locales el peso de la guerra contra los talibanes. Policías y soldados afganos pagaron un precio altísimo –con más de 60.000 muertes en veinte años– sin que eso les sirviera para derrotar al enemigo.
Políticamente, ese aliado local debía dar legitimidad a la presencia extranjera. Pero cuando el presupuesto del país depende de la ayuda económica exterior en un porcentaje altísimo, resulta difícil descartar la idea de que el Gobierno es una ficción que no se corresponde con la realidad sobre el terreno.
Anand Gopal es un periodista de The New Yorker que pasó años en Afganistán. No sólo en Kabul, sino en las zonas rurales donde la huella que dejaba el Gobierno era muy escasa o incluso negativa, porque estaba representada por caudillos locales enfrentados a algunas de las tribus o simplemente corruptos. «En el campo, la gente afronta una situación muy diferente (a la de las zonas urbanas)», dijo Gopal en una entrevista. «Se enfrentan a la guerra. Les pueden matar con ataques aéreos, con bombas ocultas en la carretera o lo que sea, y lo más importante para ellos es la seguridad por encima de cualquier otra cosa. Afganistán ha estado en guerra civil durante cuarenta años».
Gopal habla correctamente de guerra civil, un concepto que molestaba a los habitantes de Kabul para los que la idea de un regreso de los talibanes al poder suponía una pesadilla. Los talibanes representan una versión fundamentalista y cruel del nacionalismo pastún que era fácil de entender, o incluso asumir, para los afganos del sur y este del país. En la práctica, los talibanes estaban coaligados, desde una posición de clara superioridad, con muchas tribus enfrentadas al Gobierno central.
El sistema político afgano fue incapaz durante veinte años de armar un frente político que defendiera esa idea en esas zonas sin incluir el fanatismo de los insurgentes. Sin embargo, es muy complicado ser creíble en esa posición política si el Gobierno nunca deja de ser un inválido que no puede funcionar sin la ayuda occidental. En una comunidad a la que la historia concede un gran sentimiento de orgullo por su capacidad para hacer frente a invasiones, ¿cuál es tu legitimidad si tu posición es insostenible sin las tropas extranjeras?
Si, en la línea de Applebaum, consideras que los talibanes representan el mal absoluto –y esa es una posición fácil de aceptar para un ciudadano europeo o norteamericano–, entonces no hay soluciones políticas aceptables. El mal se erradica y cuanto antes, mejor. En ese momento, has tomado partido por uno de los bandos en liza. Por eso, la Administración de George Bush se negó a aceptar la posibilidad de integrar a los talibanes, o a muchos de ellos, en el nuevo Estado afgano que nació a finales de 2001.
Por la misma razón, la Administración de Barack Obama nunca llegó a implicarse con determinación en la vía de negociaciones que se abrió en su segundo mandato. El riesgo político era demasiado alto. En primer lugar, se había apostado por la escalada militar en el comienzo del primer mandato. Luego, al comprobarse que no servía para ganar la guerra, se decidió que era el momento de la ‘afganización’ del conflicto bélico y que fueran los militares afganos los que llevaran el peso de los combates. Tampoco funcionó.
La negociación que sí afrontó la Administración de Donald Trump sólo era una pantalla para justificar la retirada militar. Eso era compatible con un aumento del número de bombas y misiles empleados por los militares en la guerra contra los talibanes. En 2018 y 2019, se superaron las cifras de todos los años anteriores desde 2001 sin que eso cambiara el balance de la guerra.
Cuando Joe Biden llegó a la Casa Blanca, sólo le quedaba la opción de aprobar otra escalada militar con el envío masivo de tropas –él ya se había opuesto sin éxito a la aprobada en 2009– o evacuar a todas las tropas. Las opciones intermedias habían perdido todo su valor.
Con el paso de los años, los gobiernos occidentales ya no podían justificar la presencia militar por la amenaza de Al Qaeda. Otros motivos fueron ocupando las declaraciones públicas –lo que también se puede llamar propaganda oficial– y uno de los más efectivos fue la protección de los derechos de las mujeres y de las minorías. Nadie quería que el país volviera a los años del anterior Gobierno talibán con el que las mujeres no podían trabajar, sólo podían salir de casa acompañadas por un familiar masculino o las niñas no tenían derecho a la educación.
La defensa de esos objetivos nobles ignoraba por completo la realidad social y cultural de Afganistán. La sorpresa fue general en EEUU y Europa cuando una asamblea de la comunidad hazara, uno de esos grupos minoritarios a los que había que proteger de los talibanes, aprobó un código civil que restringía la capacidad de las mujeres hasta niveles que hubieran satisfecho a los fundamentalistas. Esa ley recibió el visto bueno del Parlamento afgano. Los gobiernos presionaron a Karzai para que anulara esa ley u obligara a los diputados a eliminarla. No iba a conseguir los votos necesarios para obtener ese resultado, por lo que optó por el paso habitual cuando no se quiere afrontar un problema. La ley existiría, pero no se llegaría a aplicar. Los donantes internacionales se dieron por satisfechos. Era mejor mirar a otro lado e ignorar que no existía apoyo mayoritario para la aprobación de leyes similares a las de Occidente.
El colonialismo cultural por una buena causa sigue siendo colonialismo. Afganistán no es el primer país del Tercer Mundo en el que las ideas reaccionarias aumentan su apoyo si son defendidas por los mismos que luchan contra una ocupación extranjera.
«Las encuestas nacionales sugieren que el islam y la resistencia contra la ocupación inspiraban a los talibanes», escribe Carter Malkasian en el libro ‘The American War in Afghanistan: A History’. «La encuesta anual de la Asia Foundation de 2009, considerada el estudio más riguroso sobre Afganistán, descubrió que un sorprendente 56% de los afganos admitía su simpatía por los talibanes. Aunque esa cifra cayó al 40% al año siguiente, era desoladoramente alta, superando el 50% en el sur y zonas del este del país. Entre los encuestados con mayor apoyo a los talibanes, casi la mitad decía que opinaban así porque los talibanes eran afganos o musulmanes. Los pastunes y otros afganos que vivían en zonas rurales mostraban mucha más simpatía por los talibanes que los que vivían en las ciudades».
La modernización impuesta por la fuerza de las armas –no hay forma mejor de describir estos veinte años– tenía poco futuro. La invasión concedió una gran oportunidad para introducir el siglo XXI en el país sin que las fuerzas extranjeras tuvieran un gran conocimiento de la realidad anterior. Todo consistía en levantar desde cero un sistema de justicia lo más parecido posible al existente en EEUU. Lo que ocurrió fue que los tribunales se vieron contaminados por la corrupción. Resultaba imposible conseguir que se hiciera justicia sin haber sobornado antes a los funcionarios de los tribunales.
Ante esa disyuntiva, el sistema tradicional de justicia basado en la sharia nunca perdió su atractivo entre los sectores tradicionales de la sociedad, que eran claramente mayoritarios en las zonas rurales y las ciudades pequeñas. A los ojos de cualquier occidental, eso no es justicia, pero para muchos afganos era la única manera de dilucidar los conflictos que se producían en su sociedad, o la parte de la sociedad que ellos conocían.
Para apreciar hasta qué punto la apuesta por la guerra hizo imposible un Afganistán diferente y permitió en última instancia el regreso de los talibanes al poder, nada mejor que leer el artículo con el que Barnett Rubin resume veinte años de intervención occidental en el país. Rubin conoce Afganistán desde los años 80 y asesoró tanto a los enviados especiales de la ONU como al Departamento de Estado de EEUU. En este último puesto en la Administración de Obama, fue una voz solitaria en favor de una solución política que hubiera sido viable si se hubiera afrontado al principio de la ocupación.
Para Rubin, el fracaso comenzó el 6 diciembre de 2001, un día después de que se firmara el acuerdo de Bonn, la primera conferencia internacional sobre el futuro del país. El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, rechazó ese día cualquier idea sobre la posibilidad de un acuerdo político entre el nuevo presidente, Hamid Karzai, y lo que quedaba del liderazgo talibán refugiado entonces en Kandahar, la mayor ciudad del sur del país. Los talibanes habían aceptado reconocer el liderazgo de Karzai a cambio de una amnistía que permitiera a su máximo dirigente, el mulá Omar, seguir viviendo en Kandahar.
«Esto les hubiera permitido participar en el proceso puesto en marcha por el acuerdo de Bonn para establecer un Gobierno permanente –escribe Rubin–. En vez de ser enviados a Guantánamo o a algunos de los conocidos cementerios afganos, podrían haber participado en proporción a su auténticos número e influencia, pequeña, pero real, en la redacción y aplicación de la Constitución».
Rumsfeld respondió que no habría solución negociada. Con distintos matices, esa posición se mantuvo con la Administración de Obama al ordenarse la escalada militar de 2009. Es cierto que en ese momento ya se hablaba de algún tipo de negociación, pero nunca se apostó por ella hasta que EEUU y sus aliados afganos estuvieran en «una posición de fuerza».
Rubin recuerda que las autoridades norteamericanas calculaban que el gasto militar y de seguridad de Afganistán debía estar en torno a los 4.000 millones de dólares anuales. Eso suponía gastar en torno al 20% del PIB del país, que llegó a su punto más alto en 2013 con más de 20.000 millones de dólares. Si bien un país en guerra dedica un alto porcentaje de su riqueza al gasto militar, esa era una cifra totalmente insostenible. Es como si España se gastara en seguridad 300.000 millones al año (el presupuesto de Defensa supera los 10.000 millones de euros y el de Interior es de 9.000 millones).
Lo que hubiera sido posible a partir de 2002 por estar los talibanes en una posición de manifiesta debilidad, resultaba mucho más difícil una década después cuando los insurgentes controlaban amplias zonas rurales del país de donde ya no iban a ser expulsados. Y cuando lo era, a causa de una ofensiva militar, no pasaba mucho tiempo hasta su vuelta, porque el Gobierno afgano era incapaz de imponer su autoridad durante mucho tiempo.
La idea de que la democracia y el respeto a los derechos humanos llegarán fundamentalmente por la imposición de la fuerza a través de soluciones militares ha quedado enterrada en Afganistán. Ni siquiera la mayor maquinaria militar del planeta lo ha conseguido.
A Biden y los demócratas les espera un año de sufrimiento
Joe Biden no ha necesitado un año de presidencia para meterse en problemas. Es cierto que le sacó siete millones de votos de diferencia a Donald Trump y que el empate en el Senado le dio en teoría mayoría en ambas cámaras, pero la política norteamericana es una guerra de guerrillas permanente en la que es difícil gestionar las frustraciones. El nivel de escepticismo de los ciudadanos sobre los políticos es alto. En la carrera para mantener motivados a sus votantes, da la impresión de que los demócratas lo tienen más difícil que los republicanos.
Este noviembre de 2021 ha sido la estación intermedia entre las elecciones presidenciales de 2020 y las elecciones legislativas de mitad de mandato del próximo año. La cita electoral de este martes contenía una serie de duelos de menor importancia, pero que los medios de comunicación, ávidos siempre de emociones fuertes, examinarían para comprobar la fortaleza de los demócratas. Los comicios se han celebrado en paralelo a las negociaciones en el Congreso, donde se está dilucidando el éxito o fracaso de la política económica de Biden en forma de un multimillonario paquete de estímulos.
Y por encima de todo esto, estaba la duda de si la popularidad de Biden en los sondeos, que inició en verano una caída sostenida, tendría algún efecto en ls urnas.
Como no había muchas grandes contiendas, los medios eligieron con buen criterio las elecciones a gobernador de Virginia como termómetro de la jornada. Las noticias fueron malas para los demócratas. En el Estado en que Biden ganó por diez puntos de diferencia hace un año, el vencedor fue Glenn Youngkin, un republicano que aparentaba ser trumpista, aunque sin pasarse, con un estilo menos descarnado que el del patriarca del partido. Fue lo bastante hábil como para recabar los votos de los trumpistas más radicales y conseguir al mismo tiempo reducir la ventaja que en principio tenía el demócrata Terry McAuliffe en los suburbios de las zonas urbanas.
Youngkin obtuvo un 50,9% de los votos. McAuliffe, un 48,4%.
La campaña de Youngkin tuvo unas características que dicen mucho sobre qué significa ser republicano en EEUU en estos momentos. Se presentó como un admirador de Trump al principio y mostró un cierto escepticismo sobre la limpieza de las elecciones que concluyeron con la derrota de Trump. Eso le permitía dejar claro a los trumpistas que era uno de ellos. Sin alardes. Youngkin no insistió para que Trump hiciera una visita a Virginia para echarle una mano. No le hubiera beneficiado.
En una campaña bastante igualada, Youngkin encontró la tecla que terminó dándole la ventaja que necesitaba. Empezó a insistir en el peligro que suponía una amenaza inexistente. Se refería a la teoría crítica de la raza, uno de esos campos de batalla adoptados por la derecha de EEUU en las guerras culturales. En los últimos meses, ha formado parte de la dieta habitual de Fox News.
La teoría crítica de la raza es una corriente de pensamiento legal, poco conocida hasta hace unos meses, que procede de los años 70 y que hace hincapié en el racismo estructural en EEUU. Trump dictó un decreto para prohibir que se utilizara en los materiales escolares. Biden la anuló con el argumento de que suponía un ataque a la libertad de expresión.
Más de veinte estados norteamericanos han aprobado leyes para vetar cualquier intento de incluir esas ideas en el currículum escolar. Youngkin prometió que en Virginia nunca se enseñaría si era elegido. Era una apuesta fácil porque en ningún centro escolar de ese Estado se imparten ahora contenidos que tengan que ver con esa teoría.
En realidad, es lo mismo que ofrecer una solución para un problema que no existe, algo que siempre les funciona a los republicanos y que deja a los demócratas sin saber qué responder. En este caso, el objetivo es intimidar a los profesores de historia para que se lo piensen dos veces antes de hablar en sus clases sobre la esclavitud y el racismo en la sociedad norteamericana desde su fundación.
Lo interesante para los republicanos es que con Youngkin tienen un posible manual de campaña que les podría ser muy útil en las elecciones de 2022. Situarse lo bastante cerca de Trump para conservar el apoyo de los adictos a las locuras del expresidente y al mismo tiempo lo bastante lejos como para atraer votantes moderados decepcionados con Biden.
Estos últimos han aumentado de forma significativa en los últimos tres meses. En el comienzo del verano, el nivel de popularidad del presidente comenzó a bajar con la nueva oleada causada por la variante delta. La persistencia de la pandemia pasaba a ser una carga responsabilidad de los demócratas. Afganistán fue el siguiente obstáculo que se le atragantó a Biden, no tanto por la decisión de la retirada, sino por la caótica forma en que se produjo finalmente. La complicada negociación en el Congreso de los grandes estímulos en infraestructuras y otros ámbitos económicos y sociales ha terminado por minar la posición de la Casa Blanca.
El aumento del precio de los combustibles –un asunto siempre sensible en EEUU–, los problemas de suministro de bienes de consumo y el repunte de los precios son otros factores que aumentan el pesimismo en la opinión pública. Más de la mitad de los encuestados temen que la eocnomía empeorará en los próximos doce meses. También culpan a Biden del aumento de la inflación, un asunto que está fuera del control de las medidas políticas a corto plazo.
Gallup da a Biden un 42% de apoyo, la cifra más baja para cualquier presidente en su primer año de mandato desde 1953 con la excepción de Trump (37%). Otras encuestas se mueven en números similares e indican que ha perdido siete u ocho puntos desde agosto. Una mayoría, 52% según Gallup, cree que el Gobierno está intentando hacer demasiadas cosas, es decir, prometiendo gastar demasiados fondos públicos. Quizá sea un reflejo de que la opinión pública vuelve antes del fin de la pandemia a una posición más habitual en el país. O quizá es la consecuencia de una cobertura periodística que incide en la dificultad de que salga adelante un proyecto tan ambicioso con la oposición frontal de los republicanos y la oposición más matizada, pero igualmente firme, de dos senadores demócratas, Manchin y Sinema.
Lo que ha quedado fuera del primer plano han sido algunas de las medidas pendientes de ser aprobadas y que son muy o bastante populares. La Casa Blanca no ha conseguido que el debate se haya centrado en esos puntos.
En los tiempos de la polarización, es muy difícil que los presidentes disfruten de porcentajes muy buenos. La encuesta de Gallup indica que el apoyo a Biden entre los votantes demócratas sigue siendo muy alto (92%) y que es casi nulo entre los republicanos (4%). Lo que ocurre es que es bajo (34%) entre los votantes independientes, prematuramente decepcionados con el presidente. Esos son el tipo de votantes que dieron la victoria al republicano Youngkin en Virginia.
Por todo ello, Biden necesita que el Congreso apruebe cuanto antes esa importante inyección de fondos públicos en la economía, casi con independencia de la cantidad que Manchin y Sinema acepten, y ofrecer así un logro específico y claro de su gestión. Hubo un tiempo en que sólo el hecho de que Trump no estuviera en el Despacho Oval ya era un motivo de inmensa relajación para muchos votantes de EEUU. Evidentemente, tenía que llegar el momento en que Biden demostrara por qué es el presidente, y eso es algo que aún no ha ocurrido.
Porque además lo que no haga en los próximos doce meses, quizá incluso la mitad de ese tiempo, podría quedarse fuera de sus posibilidades después de las elecciones legislativas de noviembre de 2022. Biden debe empezar a correr.
Teo, no estás invitado a la fiesta de Lady Macbeth
Isabel Díaz Ayuso y José Luis Martínez-Almeida ya no van por la vida sonriendo o hablando en plan cheli a los periodistas para demostrar que todo les resbala cuando les atacan y que están condenados a ganar en todos los frentes. Toca disimular o caer en eso que denota que un político está aterrorizado, es decir, negarse a responder a una pregunta. Ha sido un Halloween brutal para el PP madrileño, sin disfraces ni caretas porque en realidad ya nadie disimula. Esos ‘amigos para siempre’ que eran Pablo Casado y Díaz Ayuso han comprobado que su relación es sólo un triste reflejo del pasado. Ahora se comunican a través de sus padrinos –Teodoro García Egea y Miguel Ángel Rodríguez–, que ya están sacando brillo a las pistolas del duelo inminente. Podrían parar, pero ya no es posible.
El cisma ha alcanzado a las portadas de la prensa conservadora, atónita ante el nivel de las cuchilladas. Ya se quedaron un tanto perplejos con la guerra de los whatsapps. Lady Macbeth, presa del despecho, decidió convertirse en un personaje de ‘Al salir de clase’ y bloqueó los números de varios dirigentes del partido, entre ellos García Egea. No quiero salir contigo y no quiero saber nada más de ti. Eres historia, Teodoro.
Luego salió ella para arreglarlo y casi fue peor. Anunció que tiene dos móviles, uno para la gente importante de verdad, con la que debe estar en contacto de forma permanente para lo esencial, y otro para los conocidos, esos que no pintan mucho a la hora de la verdad. Y de ese segundo teléfono se ocupa alguno de los asistentes de Ayuso. Teo, no tienes línea directa con la jefa. Sigue leyendo
Todo lo que espías y periodistas tuvieron que hacer para ocultar la vida secreta de Juan Carlos
En julio de 1997, Emilio Alonso Manglano tiene una reunión con Felipe González. La fecha es importante, porque en esas fechas Manglano ya no es director de los servicios de inteligencia, el Cesid, y González ya no es presidente del Gobierno. No son dos jubilados matando el tiempo para contarse viejas batallitas. Ambos tienen un problema. La artista televisiva Bárbara Rey está chantajeando al rey Juan Carlos con las pruebas de su relación sentimental –un concepto discutible en este caso porque resulta más conveniente citar el título de la película ‘¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?’–. Es necesario hacer algo al respecto. Es decir, hay que ocultarlo. «La prensa sensata está controlada, aunque en los ambientes la relación se da por segura. También existe el apoyo de la élite, banqueros, empresarios…», dice González.
La descripción de la reunión aparece en el libro ‘El jefe de los espías’, escrito por los periodistas de ABC Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote, que se han basado en los documentos personales en los que Manglano resumió su trayectoria como director del Cesid entre 1981 y 1995. La presentación del libro en Madrid este martes contó con la presencia de tres de los periodistas más influyentes de esa época –Juan Luis Cebrián, Pedro J. Ramírez y Luis María Anson–, por lo que era interesante saber hasta qué punto estaban todos metidos en esa historia: cómo los medios de comunicación jugaron un papel clave en la Transición y años posteriores no sólo para contar lo que estaba pasando, sino para ocultar todo aquello que podía perjudicar a las altas instituciones del Estado. Lo que en el caso de Juan Carlos I era prácticamente todo.
Cebrián, director de El País durante doce años y luego consejero delegado de Prisa hasta 2018, dio un ejemplo perfecto del cinismo con el que se manejan las élites en Europa. Cuando surge una revelación vergonzosa sobre el pasado y le preguntan qué hizo él en esos momentos, responde que esas cosas pasan en todos los países y no hay que escandalizarse. «Todos los estados tienen cloacas», dijo. Ramírez lanzó una catarata de acusaciones contra Manglano por haber cometido delitos para proteger al rey y a Felipe González, pero ignoró su propia relación con Mario Conde cuando este chantajeó al Gobierno para que le librara de sus problemas con la justicia tras hundir Banesto. Anson, director de ABC entre 1983 y 1997, no contó nada relevante, porque a estas alturas de su vida no va a salirse del personaje que creó hace tiempo. Como tiene 88 años, nadie se lo va a reprochar en voz alta. Sigue leyendo
Pasarela mediática en Francia para la última estrella de la extrema derecha
«Hemos creado un monstruo», dicen varios periodistas franceses en reportajes publicados sobre el ascenso del ultraderechista Éric Zemmour en los sondeos de cara a las elecciones presidenciales de abril de 2022. Sin ningún partido detrás, sin haberse presentado aún como candidato, armado con un libro de gran éxito y una incesante presencia en los medios de comunicación, este periodista de 63 años disputa a Marine Le Pen el segundo puesto en las urnas que le daría el paso a la segunda vuelta frente al actual presidente, Emmanuel Macron. La visión alternativa se resume en afirmar que ese «monstruo» está en la calle y que los periodistas no pueden ignorarlo.
El debate supera los límites de la política francesa. Ocurrió lo mismo cuando Donald Trump venció en las primarias republicanas y luego en las elecciones de EEUU. Demostró que la cobertura negativa no tiene por qué perjudicar a algunos políticos o partidos. Es más, les hace más conocidos y refuerza su atractivo entre sus bases. Lo mismo en el caso de Vox en España y otros partidos de extrema derecha en Europa. El cóctel parece imbatible: máxima hostilidad contra los periodistas y máxima rentabilidad por la cobertura que reciben. Vox los llama activistas o incluso terroristas, a pesar de que se ha beneficiado del espacio privilegiado que le dieron algunos medios antes de convertirse en la tercera fuerza política del país.
Al final, las encuestas terminan cerrando la discusión. La táctica de la avestruz nunca ha sido algo que un periodista pueda defender. El precio es que ideas que hace unos años se consideraban aborrecibles por su contenido xenófobo y racista terminan ocupando la primera línea del debate político. Y a partir de ahí, ya no hay vuelta atrás.
En una visita el 20 de octubre a la feria de armamento y seguridad Milipol, Zemmour se hizo fotos cogiendo sin mucha maña un fusil de francotirador. No se le ocurrió otra cosa que levantarlo para apuntar a un reportero. Entre risas, dijo: «Ya no se ríe, ¿eh? Retroceda». Sabe que no cuenta con muchos partidarios entre los periodistas y lo utiliza en su favor. Le encanta escandalizarlos, porque es consciente de que recogerán y amplificarán cada una de sus frases. Sabe que sus seguidores celebran esos gestos, porque consideran a los medios de comunicación parte de esa ‘Francia oficial’ que ha arrastrado al país a la decadencia.
No hay castigo para tal actitud. Zemmour ha absorbido casi todo el oxígeno existente en el espacio mediático en los últimos meses. El observatorio de medios Acrimed contabilizó en septiembre 4.167 apariciones suyas en titulares, es decir, 139 al día, a lo que había que sumar su continua aparición en las portadas. En los programas matutinos de France Inter de ese mes, no se le entrevistó pero dio igual. A los invitados, se les preguntó sobre Zemmour en doce de las 35 entrevistas, tanto sobre sus posibilidades de ser elegido como sobre sus opiniones. Él no estaba presente en el plató, pero sí sus ideas.
Las encuestas han sido el instrumento con el que los medios justifican la dieta Zemmour. En las últimas, recibe entre el 15% y el 17%, un porcentaje similar al de Marine Le Pen, que hasta el final del verano creía tener asegurado como mínimo el segundo puesto por detrás de Macron. Pero hay momentos en que la excusa pierde valor. «Su subida del 10% al 11% fue objeto de numerosos debates y comentarios en los canales de noticias de 24 horas. Teniendo en cuenta que no es un candidato y que los márgenes de error en este tipo de ejercicios son grandes, resulta desconcertante el sentido de informar de tal ‘avance'», ha escrito Lucie Delaporte en Mediapart.
Zemmour trabajó durante décadas en el diario conservador Le Figaro. En términos televisivos, se empezó a labrar un nombre hace quince años cuando aparecía cada semana en un programa de France 2. Su salto a la fama se produjo con sus intervenciones regulares en programas de CNews, una cadena de televisión de noticias que malvivía con otro nombre hasta que hace dos años decidió adoptar el estilo de la norteamericana Fox News y centrarse en los programas de opinión. El cambio le permitió doblar sus resultados de audiencia y hacerse especialmente influyente en la derecha francesa.
La resurrección de CNews fue obra de Vincent Bolloré, el empresario que controla el gigante audiovisual Vivendi. Bolloré siempre ha creído que los medios franceses están demasiado escorados a la izquierda y tiene fama de intervenir en los contenidos de las publicaciones de las que es propietario. Se ha hecho con el control del grupo Lagardère y aplicado los primeros cambios. La influyente revista Paris Match es uno de esos medios. Su director fue destituido recientemente y en la redacción muchos lo achacan a un artículo que calificaba a Zemmour de «profeta del desastre» y a la decisión en septiembre de poner en portada una foto del periodista, que está casado, abrazado en una playa a su directora de campaña, Sarah Knafo.
Zemmour está tan obsesionado por la inmigración como Marine Le Pen, Donald Trump o Santiago Abascal. Está firmemente convencido de que Francia ha perdido su espíritu por culpa de una «invasión» musulmana y una élite política que sólo se preocupa por su bienestar material. Le indigna que tantos franceses pongan a sus hijos el nombre de Mohamed y pretende recuperar una ley del siglo XIX que obligaba a elegir nombres de pila franceses. Su penúltimo libro se titulaba ‘El suicidio francés’. El último, que le sirve de plataforma para su candidatura presidencial y que por ello debía tener una intención menos agorera, se llama ‘Francia no ha dicho su última palabra’. Ha vendido cerca de 150.000 ejemplares en unos meses y ocupa el segundo puesto en la lista de este año en el Amazon francés.
Al igual que Vox, suscribe en su libro la teoría de la conspiración del «gran reemplazo» –también extendida en la ultraderecha de EEUU– por la que los europeos blancos están siendo sustituidos por individuos de otras razas con la intención de poner fin a la civilización cristiana. Afirma que el departamento de Sena-Saint Denis, vecino del de París, que fue «el corazón histórico de Francia y donde se encuentran las tumbas de sus reyes» ha pasado a ser «un enclave sometido a las normas de Alá».
Es un mensaje similar al de Santiago Abascal, que ha hablado en mítines de la «agenda de sustitución poblacional», un concepto similar al de Zemmour. «Quieren que entren anualmente en España entre 190.000 y 250.000 inmigrantes hasta 2050. Hasta ocho millones de personas», dijo el líder de Vox en mayo en un mitin en Sevilla. Ambos acusan a las «élites globalistas» de ser responsables de esta traición.
«No he olvidado a Napoleón», ha dicho Zemmour, siempre dispuesto a recuperar el pasado imperial de Francia. Si Vox inicia una campaña electoral en Covadonga para recordar a Pelayo, el francés viaja a Rouen, la ciudad donde Juana de Arco fue quemada en la hoguera, para glosar a la heroína de la guerra contra Inglaterra, aunque en realidad pretende echar la culpa a otros franceses seis siglos después: «Las élites estaban a favor de los ingleses porque pensaban que era la mejor forma de conseguir el poder en Europa».
Se trata de una versión francesa de la ‘Dolchstosslegende’, la leyenda de la puñalada por la espalda con la que la derecha alemana y luego los nazis achacaron la derrota en la Primera Guerra Mundial a una supuesta traición interna protagonizada por socialistas y judíos. Zemmour, que es judío de una familia procedente de Argelia, es capaz de negar la realidad histórica y afirmar que la Francia de Vichy ayudó a salvar a judíos de los nazis, cuando el régimen colaboracionista de Petain deportó a 75.000 refugiados judíos y ciudadanos franceses a los campos de exterminio de Alemania. Menos de 2.000 sobrevivieron. Eso supone alcanzar un nivel de revisionismo que la mayoría de partidos y medios han rechazado por considerarlo detestable. Sin embargo, su discurso entra en todos los medios, bien para informar de ello o para refutarlo, y algunos políticos no tienen inconveniente en participar en esa ceremonia mediática.
Jean-Luc Mélenchon, de la izquierdista Francia Insumisa, aceptó participar en un debate televisivo retransmitido por la cadena BFMTV en septiembre, una cita a la que se han negado otros dirigentes. No es que el encuentro le fuera de mucha utilidad –sigue anclado en los sondeos entre el 8% y el 11% que no le da ninguna posibilidad de pasar a la segunda vuelta–, pero a la cadena le fue muy bien. Consiguió la segunda mayor audiencia de su historia desde su fundación en 2005.
Ya lo dijo en abril de 2016 Leslie Moonves, presidente de CBS, en relación al ascenso de Trump y su efecto en las audiencias y los ingresos en anuncios para su cadena: «Puede que no sea bueno para Estados Unidos, pero es muy bueno para CBS».
Pocos políticos quieren ahora compartir escenario con Zemmour. Ese debate fue una excepción. «Ni su misoginia, ni su homofobia, ni su islamofobia, ni su revisionismo impiden que un canal de noticias como BFMTV lo invite y a Mélenchon debatir con él. El candidato racista Zemmour, legitimado», denunció el periodista Jalal Kahlioui.
En una campaña que parecía condenada a la repetición del duelo Macron-Le Pen, la irrupción de Zemmour ha cambiado los planes de los actores políticos. De entrada, sus declaraciones explosivas, como las de Trump en EEUU en 2016, están en todos los sitios. La pasión por buscar el clickbait en los medios digitales, siempre correspondido por la audiencia, y el miedo a ocultar las nuevas tendencias políticas han convertido a los periodistas en inevitables cómplices de su estrellato. Marine Le Pen debe de estar pensando que, a pesar de su intención de moderar los mensajes, nunca tuvo las puertas tan abiertas en los medios de comunicación. Zemmour lo ha conseguido y lo ha hecho llevando el mensaje reaccionario hasta las posiciones más extremistas.
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feministo (melkartmalaguita.blogspot.com) // : MARTES, 31 DE OCTUBRE DE 2017
Evitamos en Málaga un rascacielos en mitad del mar
Estaría en "mitad del mar", sobre una construcción carísima de ingeniería costera hecha con dinero público que necesitará muy pronto (en pocas décadas) muchísimo más dinero público para seguir resistiendo los temporales. Esos mismos temporales que ya no podemos predecir si van a ser más violentos o mucho más violentos, porque seguimos rompiendo todas las estadísticas con el cambio climático galopante. La ubicación del puerto tiene una razón natural, está resguardado, por ese Dique de Levante, que es eso, una Defensa costera. La farola tiene una ubicación privilegiada allí sólo porque cumple una función de seguridad marítima. ¿Qué justifica ese pelotazo ahí? Y peor aún... ¿y si en pocos años resulta ser un proyecto fallido, abandonado, como los rascacielos de Benidorm? Otra cosa, ¿se querrá llegar en coche hasta el pié del edificio? ¿cuántos coches al día? El Jeque de Qatar tendrá pasta, pero el pueblo de Málaga debemos empezar a mirar por lo nuestro.
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NO al Rascacielos en el Puerto de Málaga 18/11/2017 | Facebook
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"Evitamos en Málaga un rascacielos en mitad del mar"
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SALUDOS,...DESDE MÁLAGA, ESTADO ESPAÑOL,... DER POETA-PAYAZUS, IS LUK-Y,...AY--- AHÍ,... DUELE, MALAGUITA,DER-REBALAE ALBORANENCES,...OKEY ¡¡ = Torre del Puerto: El Ministerio de Cultura rechaza la ...
https://elpais.com/cultura/2021-08-03/el-ministerio-de-cultura-rechaza...
3/8/2021 · Recreación de cómo se vería la Torre del Puerto en Málaga una vez terminada. El proyecto para levantar el mayor rascacielos de la ciudad en el puerto de Málaga es cada vez más una utopía ...
El Ministerio de Cultura rechaza la torre del puerto de Málaga
https://cadenaser.com/emisora/2021/08/02/ser_malaga/1627928102_554528.…
2/8/2021 · El Ministerio de Cultura rechaza el rascacielos del Puerto de Málaga por su previsible impacto visual negativo que ocasionaría en el Centro Histórico de la ciudad. Así lo pone de relieve en un ...
Vídeos de NO al Rascacielos en el Puerto de Málaga
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Proyecto de rascacielos en el puerto de Málaga
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NO AL RASCACIELOS DEL PUERTO DE MÁLAGA: DEFENDAMOS NUESTRO HORIZONTE. ¿Sabes que en el centro de la Bahía de Málaga se pretende edificar un Rascacielos?Y construir este edificio en el Dique de Levante del Puerto no es un proyecto beneficioso para Málaga, porque:. Un Rascacielos de 150 metros de altura justo en el centro de la bahía tiene un gran impacto visual: rompería de forma ...
¡ NO, AL RASCACIELOS EN EL PUERTO DE MÁLAGA: "Defendamos ...
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16/11/2017 · En Voces Alternativas, invitamos a Juan Antonio Treviño y Juanjo Merino, miembros del colectivo "Defendamos Nuestro Horizonte", para informar a los ciudadanos de Málaga, del proyecto que pretenden realizar en el Puerto, un rascacielos de 135 metros de altura, con el impacto paisajistico, que supone... que afecta a nuestra imagen e identidad, y que se pretende llevar adelante por la Autoridad ...
No al rascacielos en el puerto de Málaga: Defendamos ...
https://www.malagaldia.es/2017/11/14/no-al-rascacielos-en-el-puerto-de-malaga
14/11/2017 · No al rascacielos en el puerto de Málaga: Defendamos ... ... Buscar
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NO AL RASCACIELOS EN EL PUERTO DE MÁLAGA: Defendamos lo común frente a la especulación urbanística. Desde Podemos trabajaremos para que el proyecto del...
Se han quitado algunos resultados
21 de noviembre de 2021, 18:05