José M. Roca
¿De dónde venimos?
Tras intentar forzar un adelanto electoral en circunstancias que no lo aconsejaban
-la pandemia del coronavirus-, en el Partido Popular habían decidido que en 2023
acabaría la etapa política del <sanchismo>, iniciada en junio de 2018 con la
moción de censura impulsada por el PSOE contra el Gobierno de Rajoy, por su
rechazo a asumir responsabilidades políticas ante una sentencia de la Audiencia
Nacional sobre el “caso Gürtel”, conocida en el mes de mayo.
La Audiencia señalaba en el Partido Popular una “estructura de contabilidad y
financiación ilegal”, que formaba “un sistema genuino y efectivo de corrupción
institucional a través de la manipulación de la contratación pública central, local y
autonómica”. Además, dejaba a Rajoy como un embustero, al añadir que no había
sido “veraz” en su declaración como testigo en el juicio.
Ya no se trataba de sospechas, denuncias o acusaciones de casos “sub judice”,
sino de una sentencia firme sobre la célebre y extensa trama de corrupción, que
dejó en muy mal lugar a Rajoy, quien pudo haber dimitido o convocado elecciones,
pero, crecido por la fallida moción de censura presentada por Podemos el año
anterior, reusó hacerlo y prorrogó la etapa de interinidad iniciada en las elecciones
de noviembre 2015, en las que el PP perdió la mayoría absoluta (PP 123 escaños,
186 en 2011; PSOE 90, 110 en 2011; Podemos 69; Cs 40).
En enero de 2016, Rajoy declinó la invitación real a formar gobierno y, tras las
elecciones de junio de ese año (PP 137 diputados; PSOE 85; UP 45; Cs 32; ECP
12), siguió de presidente en funciones hasta junio de 2018.
En el PP no admitieron la legalidad de la moción de censura, calificada incluso de
golpe de Estado, porque habían negado los casos de corrupción -“Una campaña
contra el Partido Popular”, decían-, que, a escala local, regional y nacional y con
varias docenas de imputados, anegaban su gestión. Por tanto, tras la obligada
renuncia de un Rajoy cansado y paralizado, el gobierno surgido de la moción de
censura fue calificado de ilegítimo.
Políticamente, la situación era nueva: el bipartidismo se debilitaba en favor de dos
nuevos partidos que surgían con fuerza: Ciudadanos, competidor del PP por el
centro, y Podemos, un adversario radical surgido de las protestas sociales (15-M2011) contra la recesión de 2008. Rajoy había perdido el gobierno en la primera
moción de censura triunfante de la etapa democrática y Sánchez tanteaba la
posibilidad de formar gobierno con Unidas-Podemos. Demasiadas novedades ante
las expectativas de una larga etapa de hegemonía conservadora, anunciada por
Aznar en 1996, cuando acometió la “segunda transición”; un ambicioso proyecto
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involucionista que pretendía introducir cambios de corte autoritario en el régimen
político, reformas económicas, fiscales y laborales ajustadas al neoliberalismo
imperante y reorientar la política exterior en función de la hegemonía republicana
en la Casa Blanca. En 2004, el proyecto se interrumpió con la victoria electoral de
Zapatero, pero, desde 2011, Rajoy lo aplicó sin titubeos, amparado en las medidas
dictadas por la UE, el BCE y el FMI contra la gran recesión, sobrevenida en 2008
con la explosión de la burbuja inmobiliaria.
Tras las dos elecciones de 2019, la misma calificación de “ilegítimo” mereció el
primer gobierno de coalición -el único posible, según los escaños- ensayado por el
PSOE con UP, con apoyo de partidos nacionalistas, cuya sentencia de muerte
dictaron los partidos de la derecha el mismo día (7/1/2020) de la investidura de
Sánchez por mayoría simple: 167 votos a favor, 165 en contra y 18 abstenciones.
Teniendo en cuenta lo anterior, se explica el interés de las derechas por acabar en
2023 el ciclo iniciado con el desfavorable resultado electoral de 2015.
Intereses de clase y estrategia “amarilla”
Desde el punto de vista periodístico, la campaña electoral del PP -ha reducido las
elecciones locales, autonómicas y generales a una sola y en clave nacional- ha
sido intensa, faltona y sensacionalista; “amarilla”, con abuso de la exageración y el
trazo grueso, acorde con lo dicho y hecho a lo largo de la legislatura, en que la
derecha ha vuelto a mostrar su mal perder. Es una táctica probada y repetida por
el PP cuando pierde el gobierno, porque se siente expropiado de lo que cree que
le pertenece por historia, superior naturaleza -la “gente de bien”- y por designio
divino en la España eternamente católica.
Con Vox y un agónico Cs formando un inverosímil “bloque constitucional”, el PP
ha querido provocar un adelanto electoral obstruyendo la actividad institucional
(bloqueando nombramientos) y parlamentaria, y las relaciones internacionales,
presentando una surrealista moción de censura o promoviendo en barrios de la
“gente de bien” protestas callejeras a “favor de la libertad”, pero realmente contra
las medidas sanitarias del Gobierno, dictadas por la Organización Mundial de la
Salud durante la pandemia de coronavirus.
Espoleada por Vox y para evitar el calificativo de “derechita cobarde” emitido por
los portadores del neofranquismo “valiente”, la bancada “popular” ha llevado la
crispación a las cámaras con la farisaica rutina de rasgarse las vestiduras en cada
sesión para cargar contra Sánchez y sus socios o por negociar con los partidos
nacionalistas, cuando hemos visto al PP apoyando a CiU en el Parlament y a CiU
apoyando al PP en el Congreso, pero, sobre todo, por hacer lo contrario de lo que
hizo el gobierno de Rajoy, que fue ayudar a que los ricos se hicieran más ricos
durante la gran recesión, aplicando la doctrina del “shock” (Naomi Klein).
Lo que llena de indignación a las derechas es que la izquierda trate de modificar la
correlación de fuerzas derivada de la desigual distribución del poder y la riqueza,
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que aumente la propiedad colectiva representada por el patrimonio estatal, que se
perjudique a los estratos sociales mejor situados, que se suban los impuestos a
las rentas altas, que se graven los beneficios extraordinarios de la banca y de las
grandes empresas, que se suprima el “impuesto al sol”, que era una excepción
española favorable al oligopolio eléctrico, que se limite el precio de los alquileres,
de los combustibles o de los productos de primera necesidad y se lesione con ello
el beneficio empresarial, porque los oligopolios que determinan el capitalismo
español, las grandes empresas, el Ibex 35 y las compañías que cotizan en Bolsa,
son las intocables vacas sagradas de la religión de la derecha española, que es el
capitalismo autoritario, conocido hoy con el eufemismo de neoliberalismo, asumido
por quienes nunca han sido liberales.
Igualmente, los dirigentes de un partido que tiene la desfachatez de denominarse
“popular” sin serlo no pueden soportar la intención de mejorar la suerte de las
clases populares y de ampliar los derechos civiles. Pero esa mezquina moral de
distribuir la riqueza hacia arriba de la pirámide social, alegando que cuanto más se
llene la mesa de los epulones, más migas caerán en los cuencos de los pobres
lázaros, esconde intereses de clase detrás de la bandera del patriotismo y la
unidad nacional, en un país dividido profundamente por la desigualdad de rentas y
de oportunidades, por lo cual, el día a día se ha llenado de bulos y falsedades
sobre un gobierno catastrófico, que dilapida dinero público y cede a las presiones
de “los enemigos de España”, que es el pretexto para justificar que los verdaderos
patriotas -“gente de bien”- deban acabar con él cuanto antes.
Se ha criticado al Gobierno desde todas las instancias donde la derecha manda,
pero en particular desde Madrid, donde Isabel Ayuso, como preferente ocupación,
se distingue por su hostilidad hacia el Ejecutivo, al que ha dirigido su “artillería”
con ofensas, chistes y consignas más que con razones. De Madrid han salido los
más delirantes mensajes -“ETA está viva, está en el poder, vive de nuestro dinero
y quiere destruir España” (Ayuso) o “la capital de España no será Madrid, sino
Waterloo” (Gamarra)- sobre la situación apocalíptica de un país situado (otra vez)
al borde del abismo, dibujado en las cámaras, en la prensa y las emisoras de radio
y televisión “amarillas”, en tertulias “amarillas”, en encuestas igual de “amarillas” y
en las amarillentas redes de forofos, que han multiplicado con dislates propios los
aportes de sus ideólogos. No importa que la realidad cotidiana lo desmienta, que
las cifras lo nieguen y que los planes del Gobierno hayan sido respaldados por la
Unión Europea, la OCDE y el FMI, instituciones poco proclives al comunismo
bolivariano, porque la derecha no puede admitir que, en una situación mundial
muy compleja, mientras Alemania bordea la recesión, crezca la economía
española, y en julio haya sido la tercera con la inflación más baja.
Difundido por medios serviles, el sensacionalismo ha llenado la opinión pública de
titulares alarmantes denunciando cada día una nueva vileza del Gobierno, otra
deslealtad de sus socios, una nueva factura de sus apoyos parlamentarios, un
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nuevo pacto secreto, una nueva traición al país o una nueva argucia de Sánchez
(un “pucherazo”) para conservar el poder, con lo cual se ha querido justificar un
ineludible adelanto electoral para impedirlo. El propósito de todo ese “ruido” ha
sido acabar pronto con el <sanchismo>, sin lograrlo. Y, paradójicamente, quienes
querían un adelanto electoral se han sorprendido ante la rápida convocatoria de
las elecciones generales.
PP. Un partido político sin política
A lo largo de toda la legislatura, en el PP han querido elevar la tensión política,
pero les ha faltado lo principal, que es discurso político, la materia prima con la
que, si no se va de aficionado o de farsante, se debe ejercer la labor de oposición
y elaborar un programa alternativo.
Del PP no ha salido un discurso dotado de cierta coherencia sobre la situación del
país y, al menos, de Europa; ni un dictamen verosímil sobre la coyuntura con la
intención de situar a sus seguidores en las circunstancias concretas del momento,
dentro de un ciclo económico y político determinado.
Al contrario, lo transmitido por sus portavoces revela incoherencia, fragmentación,
desubicación geográfica y temporal, transmitidas en una sarta de frases ofensivas,
acusatorias y chocantes; de invectivas, presunciones, consignas, bulos, mentiras,
frivolidades y algunas verdades a medias, saltando etapas, despreciando fechas e
ignorando los contextos, en un confuso y hasta contradictorio diagnóstico de tipo
impresionista, o mejor surrealista, sobre el país y la acción del Gobierno, que
denota la falta de guion del equipo dirigente y, sobre todo, de guionistas; es decir,
de intelectuales.
Es este un viejo problema de la arriscada derecha española en cualquiera de sus
versiones, que, a pesar del tiempo transcurrido, aún no se ha librado de resabios
de la mentalidad franquista, como son una concepción patrimonial del país, una
noción vertical y autoritaria de ejercer el poder y una utilización instrumental de la
democracia, cuando no, considerada un mero trámite o un estorbo.
El tono y el estilo, la forma y, sobre todo, el contenido de la campaña electoral,
que incide en lo ya dicho -gritado- durante la legislatura, muestran la mediocridad
política de la dirección del PP, su inanidad intelectual, su falta de referencias
teóricas, históricas y doctrinales y su dificultad para organizar un discurso lógico,
que enlace sus posiciones políticas, no sólo sus emociones o sus reacciones, con
su programa, que sea capaz de superar las ocurrencias, los chistes, los ramplones
argumentos de barra de bar y los tópicos con una retórica de hace sesenta años.
A pesar del tiempo transcurrido, es notable la dificultad de la derecha española
para alejarse de las bases políticas de la dictadura y aceptar el funcionamiento del
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régimen democrático y la evolución de los derechos civiles, entre otras razones
por la falta de intelectuales que se hayan ocupado de esa tarea1.
Hoy, los teóricos de la derecha se hallan entre los defensores del neoliberalismo,
en la conferencia episcopal, en divulgadores del trumpismo y entre los periodistas
y los tertulianos, con su inclinación al gran titular, al regate corto y al toreo de
salón, pero se percibe la debilidad de un discurso específicamente político que
aleje al Partido Popular de los persistentes residuos del franquismo y lo acerque a
los postulados de la derecha conservadora europea.
Carente de intelectuales de talla, el partido de la derecha española se asienta
sobre unas pocas y rancias ideas con regusto militar y eclesiástico, reafirmadas
por Vox, pero sin disponer de una teoría sobre el gobierno civil y la democracia, ni
siquiera de corte reaccionario; es un partido sin discurso político, que parece unido
por la práctica de los intereses de clase, la propiedad privada, la monarquía y la
iglesia católica y el ejercicio exclusivo del poder, pero sin que ello haya servido
para hilvanar un discurso político en un momento de controversia como es una
campaña electoral, cuando se trata de expulsar del gobierno a los “enemigos de
España”, que amenazan todo eso que se defiende tan mal.
Su campaña ha sido hipercrítica, larga y crispada, pero sin política, ni tampoco
propaganda sobre un mínimo programa o los ejes de un proyecto, que, dada la
agónica situación descrita, debería ser de “salvación nacional”. Si ese ha sido el
propósito, ha estado muy mal explicado.
La campaña electoral ha sido más bien de agitación contra el adversario -enemigo
de España- para mantener a los votantes conservadores en continua tensión
emocional, preparados para movilizarse contra el gobierno de coalición y sus
apoyos, más que a favor de un programa propio, difícil de atisbar. La consigna
“derogar el <sanchismo>”, que es de una gran simpleza, revela la subordinación
del Partido Popular respecto a lo realizado por Sánchez, pues se limita a intentar
deshacer lo que su oponente ya ha construido. Lo cual no habla, precisamente, en
favor de Feijoo y de su equipo.
El <sanchismo> o la pereza teórica
Más allá de calificativos prestados, como el “comunismo bolivariano” o el “gobierno
Frankenstein” (tan Frankenstein como el de Ayuso, Cs y Vox), el Partido Popular
no ha sido capaz de definir con algo de esfuerzo y originalidad lo que representa el
gobierno de coalición y su labor reformista, que le parece reprobable sólo por ser
coalición de izquierda y ser reformista, es decir, no ser un gobierno de la derecha.
Los ideólogos del PP no han definido claramente el <sanchismo>, pero lo han
perfilado a retazos, con la suma de bulos y críticas parciales. El <sanchismo> es la
1 Véase, J. M. Vera: “Tradiciones y tentaciones de la derecha española”, en La derecha furiosa
(SEPHA, 2005).
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suma de todos los males sin mezcla de bien alguno, parecido al infierno descrito
en los catecismos católicos; es un término para definirlo todo, que no define nada.
Para definir algo hay que tener algunas ideas y trabajarlas, pero en el PP son muy
gandules y van a lo fácil. El <sanchismo> es una muletilla, un cómodo comodín, al
que cada conservador carga con los desmanes que prefiere, ignorando la realidad
y atendiendo, no al discurso político, porque no lo hay, sino al bullicio mediático, al
“ruido amarillo”, al sensacionalismo de la prensa derechista, de las emisoras de
radio y televisión civiles y eclesiásticas, de las encuestas, igualmente amarillentas,
y de las crispadas redes sociales teñidas del mismo color.
El <sanchismo> es un fantoche, una “burbuja amarilla” construida con “ruido”; es
el enemigo ficticio que la derecha necesita ante su falta de capacidad para emitir
un dictamen acertado de la realidad, que se desprecia por principio, y proponer un
programa alternativo para actuar sobre ella en sentido opuesto al del adversario.
Desde la derecha se ha ido construyendo un relato simple, bipolar, maniqueo y
facilón, de buenos y malos; o de malos muy malos -nacionalistas y comunistas
bolivarianos- y la “gente de bien”, con lo cual, el PP, con la consigna “España o
Sánchez”, recupera la división franquista entre España, la única y verdadera, y la
anti-España, que fueron los derrotados en la guerra civil defendiendo el gobierno
legal. Así, la mitad del país son los verdaderos españoles, votantes de la derecha,
“gente de bien”, mientras el resto, la otra mitad, son los excluidos, que, al parecer,
son forasteros, transeúntes o apátridas.
La consigna “derogar el <sanchismo>” -jurídicamente inconsistente- revela la falta
de un programa propio, que se suple con el propósito de acabar con la obra del
adversario, como si, una vez “derogado” todo lo hecho por Sánchez, se pudiera
dejar un vacío o recuperar la realidad anterior. En la consigna sólo está claro el
propósito, que es acabar con el Gobierno de Sánchez, pero no aparecen razones
de peso, sino pueriles, ni un programa alternativo, sólo el intento de deshacer lo
hecho y volver atrás, una táctica repetida de la derecha española, cuyo motivo de
existir es deshacer lo que hace la izquierda para servir a los de siempre, teniendo
como principios rectores la autoridad, la propiedad y la desigualdad.
El modesto resultado del “ruido amarillo”
A pesar de lo dicho, la derecha ha logrado convencer a mucha gente de que vive
en un mundo paralelo, construido con bulos, exabruptos y falsedades; una especie
de “matrix” con poca inteligencia artificial y, desde luego, natural.
La campaña antigubernamental a escala nacional ya estaba hecha de cara a las
elecciones locales y autonómicas, y, ante la convocatoria de las generales, en el
PP tuvieron que improvisar algún aderezo, porque había pasado el momento de
los barones regionales, que permitió a Feijoo moverse sin asumir compromisos en
los pactos con Vox, pero, por sorpresa, había llegado el momento de probar su
valía como dirigente a escala nacional. Y ahí se percibió el fuste provinciano del
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nuevo líder para ratificar el 23 de julio el triunfo del 28 de mayo y concluir la
urgente tarea de acabar con el <sanchismo>.
Feijoo llegaba al 23-J acunado por el optimismo, pues el éxito de la oposición al
Gobierno durante la legislatura lo avalaban los resultados electorales de mayo y la
mayoría de los sondeos de opinión, que actuaban a favor de que se cumpliese la
profecía de acabar con “el peor gobierno de la historia de España”, tanto si el PP
contaba con apoyo de Vox, o incluso sin él, si alcanzaba la mayoría absoluta para
gobernar en solitario, como avanzaban algunos sondeos.
Y un confiado Feijoo entró en la campaña impulsado por estos y por el aparente
éxito en el debate televisado frente a un Sánchez desconcertado por la táctica
filibustera, de quien aspira a ser presidente del cuarto país de la Unión Europea
utilizando métodos de trilero. Pero, analizados la estructura y el contenido del
debate, el resultado no fue tan halagüeño para el aparente vencedor, pues dejó en
evidencia la cantidad de bulos y mentiras soltados a toda velocidad, al ser
comprobados los datos y las fechas, y quedó de manifiesto la mala fe de algunas
de las críticas del líder popular, que no merecieron el esfuerzo de ser desmentidas
por su oponente, tales como que Sánchez fue el culpable de la quiebra de Caja
Madrid/Bankia, como si no hubieran existido Blesa y Rato, o que la investigación
de las escuchas del caso “Pegasus” se paralizó por su negativa, cuando la obstrucción llegó de Israel.
La campaña siguió, no obstante, por ese derrotero -no tenían otro-, con nuevas sospechas de “pucherazo” (manipulación del voto por correo y ventajismo en la fecha elegida), confusas explicaciones sobre su relación con el “contrabandista”
Dorado, alusiones machistas al maquillaje de Yolanda Díaz, oscilante relación con Vox, según la predicción de las encuestas, y la tendencia del candidato a ignorar las grandes cifras y a negar el crecimiento del país, avalado por organismos
internacionales, hasta que una periodista de RTVE puso a Feijoo en apuros al
rogarle más precisión en lo que decía. Todo ello, más el conocimiento de los
costes de los pactos municipales y autonómicos del PP con Vox, impulsó la
movilización del electorado de izquierda y alejó el resultado de las elecciones
generales de lo esperado por la derecha. Aun así, el Partido Popular obtuvo 8
millones de votos, revelando las insondables razones de las decisiones humanas.
Es un misterio saber los motivos por los cuales tantas personas han elegido como
posible presidente de su gobierno a un tipo con dificultad para articular un breve
discurso político; que es mediocre, tiene un limitado horizonte provinciano y unas
amistades muy sospechosas (hay pruebas), no ha declarado el sueldo percibido
en el Partido Popular, que se suma al de senador, ha impedido renovar durante
más de cuatro años el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo y los cargos
que dependen de ello, y aún retiene, concluida la legislatura, la renovación del
Consejo General del Poder Judicial con el mandato caducado desde hace cinco
años, y que, al mismo tiempo, acusa a Sánchez de “ocupar la justicia”; y que,
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además miente y está mal informado sobre su propio país, no digamos sobre
Europa. ¿Qué confianza puede suscitar este sujeto para confiarle la dirección del
Gobierno?
Es un enigma, o un milagro -un milagro español, claro-, que 8 millones de votantes
hayan creído que puede ser presidente del cuarto país de la Unión Europea un
hombre de vida y experiencia provinciana, que sólo percibe a corto plazo y en un
horizonte espacial muy limitado, que está influido por el irracionalismo de Vox en
problemas urgentes y fundamentales como los efectos del cambio climático, y que,
como buen ignorante, actúa por reacción a lo que hace la izquierda, lo cual en
esta coyuntura es suicida.
Las elecciones generales del 23 de julio han dejado un país políticamente dividido
casi por la mitad, equiparados en votos y representación; son dos bloques, dos
modelos y dos velocidades: la España rancia, con freno y marcha atrás, y la
España nueva y en cierto modo, apresurada; dos ideas de país: uno de derechas,
católico, intolerante, tradicional y autoritario, y otro más de izquierda, moderado,
periférico, diverso y en ciertos aspectos tolerante, que trata de adaptarse a un
mundo cambiante.
El PP ha sido el partido más votado, pero eso no significa que pueda gobernar. Ha
obtenido 8 millones de votos, el PSOE 7,7 millones, pero Vox, el único socio
posible, ha sufrido una importante pérdida de escaños.
La formación del gobierno se presenta difícil, pues los números están muy
ajustados. Teniendo en cuenta que la mayoría del Congreso son 176 escaños, el
PP y Vox suman el voto de 170 diputados, pueden añadir los de UPN y Coalición
Canaria, 172, pero aún faltan cuatro para la mayoría absoluta. El PSOE y Sumar
juntan 152 votos, a los que pueden añadir 7 de ERC, 6 de Bildu, 5 del PNV y 1 del
BNG para sumar 171. La llave del gobierno está en los 7 votos de Puigdemont,
que puede abstenerse, y entonces ganaría la derecha, que tendría más síes que
noes y Feijoo podría ser investido presidente del Gobierno. Si presta los votos
necesarios al bloque de izquierda, sería posible un nuevo gobierno de coalición
presidido por Sánchez. Pero si votan no a cualquier investidura -de Feijoo o de
Sánchez-, nadie podría formar gobierno y habría que repetir las elecciones.
Con esos 7 votos en la mano, Puigdemont puede negociar y, de momento, parece
que el precio será alto y es posible que Sánchez se preste a pagarlo o, mejor,
dicho, a negociar las condiciones de su pago. Por el contrario, Feijoo no podría
hacer eso; por principio no puede negociar con un independentista fugado
después de todo lo que en el PP se ha dicho sobre ese tema, pero no es de
esperar que su llamada sea atendida, dada la negativa del PNV, porque, además
“los enemigos de España” no pierden de vista las elecciones autonómicas del año
que viene.
Un Feijoo errático y desconcertado, después de haber solicitado a Sánchez que le
ayude a acabar con el <sanchismo> permitiéndole gobernar, ya que ha obtenido
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más votos que él, depende de Vox, un socio, un pariente y competidor político,
que habiendo perdido 19 escaños sólo puede prestar una ayuda que resulta
insuficiente. No hay más combinaciones; y queda la lección de que, siendo la lista
más votada, son otros, más capaces de negociar, los que pueden formar gobierno.
Feijoo sabe que el tiempo va en su contra, que el presunto prestigio traído desde
Galicia se evapora con rapidez y que Ayuso no descansa. Necesitaba un gran
triunfo electoral, pero, aun siendo la lista más votada, ha cosechado un fracaso a
escala nacional, que es donde él se medía, que puede acabar con su carrera, al
menos en Madrid.
Calculó mal cuando planteó el dilema “España o Sánchez”, porque si el PP vencía,
según sus cálculos ganaba España, pero si perdía, perdía España y ganaba
Sánchez, que representa la anti-España. ¿Y en qué situación quedaba, entonces,
Feijoo como esperanza de la recuperación de España?
Y con esto volvemos al principio, a 1996, y, sobre todo, al año 2000 y al país
diseñado por Aznar, cuando dio por acabada la Transición, para empezar la II
Transición, que era la verdadera, la definitiva dirigida por él (hacia el centro).
“España necesita una nueva leyenda” dijo en el libro de ese título, y él se la iba a
proporcionar uniéndola al proyecto imperial de Bush jr. Aznar pretendía “sacar
España del rincón de la historia”, a donde la habían llevado los malos gobiernos
de Suárez y González, para ubicarla entre las grandes potencias.
Ese era el sueño de Aznar actuando como un visionario: “Estamos cambiando la
política española de los últimos doscientos años”, le decía a Bush en vísperas de
la invasión de Iraq (Actas de la reunión en Crawford, El País 26/9/2007). Y ese
sueño debía ser conducido por un partido firme y poderoso, que, después de
Alianza Popular y Coalición Democrática, era el renovado Partido Popular, el único
partido verdaderamente patriótico y auténticamente español, cuya misión es estar
siempre alerta para impedir la división de España. “Sólo un PP muy fuerte evitará
una España plurinacional”, ha repetido hace poco el Liderísimo.
Y si en Génova hubiera algún tipo de flaqueza sobre esa sagrada misión, ahí
están Ayuso y Abascal para exigir su cumplimiento.
Madrid, agosto, 2023
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