[Félix Rodrigo Mora] La experiencia muestra lo inconveniente de la fe hedonista
En el artículo de Ekintza Zuzena 36, 2009, “Tras la caja de los truenos. Un intento de elevar la conflictividad y la conciencia social de Hego Euskal Herria a través de las luchas contra el TAV”, hay un dato que conviene reflexionar. Al examinar lo sucedido el 17 de enero pasado en Urbina (Álava), donde la Ertzaintza agredió a una concentración masiva contra el TAV, originando heridos y detenidos, se expone (pg. 12) que no todo resultó de la acción represiva, pues también el “notorio descontrol e improvisación” entre los oponentes al macroproyecto biocida tuvo su cuota de responsabilidad. Añade que existió una “desorganización que se escapó de lo natural y que fue atribuida a la dejadez con que las personas encargadas de ello habían llevado a cabo su tarea (prestando mayor atención al concierto posterior que a la movilización en sí)”.
Esta reprobable actuación es luego explicada por motivaciones de tipo político, lo que posiblemente resulte acertado, aunque parcial. En tales sucedidos, por desgracia bastante comunes, suele haber también causas de carácter moral, pues existe una cierta radicalidad de pega que una y otra vez incurre en el mismo desatino: lo lúdico es más valorado de facto que lo combatiente. Así, la “fiesta-lucha”, pintoresco híbrido en que la primera parte nadifica a la segunda, termina siendo un modo de hacer que domine la extraviada mentalidad de divertirse siempre, impuesta desde arriba y, por tanto, connatural a la sociedad del ocio, el consumo y el disfrute.
No es la intención del presente trabajo entrar en el análisis de los complejos asuntos que se entrelazan en la lucha contra el TAV en Vasconia, sólo aprehender un aspecto de ellos. Ahora bien, se ha de manifestar desacuerdo cordial con el texto citado en un punto, ya expuesto: además de las causas políticas de los acontecimientos examinados existen causas morales, que tienen que ser puestas en claro, para que el análisis no incurra en unilateralidad. El ser humano, tanto como la realidad social, son complejos, y lo político no puede ser el todo: lo ético también cuenta, aunque sin dar en eticismos, tan funestos como los politicismos.
Un aspecto de mucho interés en el mencionado articulo es que por su fidelidad a la realidad, por su voluntad de verdad, rompe con una de la más infaustas expresiones del pensamiento pseudo-radical, el victimismo, ese gran vicio de una buena parte de los narcisistas y petulantes sujetos de la última modernidad. Al advertir que la responsabilidad de lo que sucedió es no sólo del aparato represivo sino también denosotros mismos, de nuestros errores y debilidades, se da un paso de gigante hacia la recuperación de la categoría de sujeto auto-constituido de manera integral como transformador consecuente de la realidad social, el único con potencialidades para hacerlo.
Es primordial admitir la propia responsabilidad en lo que acontece, aceptar que quienes nos oponemos al sistema no somos “El Bien” sino sólo, en el mejor de los casos, una realidad menos mala que el sistema en sí, y que por ello necesitamos reconstruirnos, es decir, auto-vigilarnos, escuchar las reconvenciones o críticas y enmendarnos. De ello ha de resultar un sentimiento de pesar intenso por los propios errores y un vivir en un estado de esfuerzo psíquico perpetuo para no volver a incurrir en ellos (lo que en la práctica se manifiesta, modestamente, como cometerlos menos veces), auto-mejorándonos sin tregua.
Ello es necesario porque el caso de Urbina-enero de 2009, así como otros muchos, muestra que la concepción lúdica y fiestera heredada de esa época de neo-reacción desencadenada que fueron los años 60, sobre todo mayo del 68, con su “revolución hedonista”, su fijación en “lo divertido” y su culto por la felicidad (meta obligatoria de un ego hipertrofiado en lo subjetivo pero mutilado y enfermo en lo objetivo), cumple una determinada función social, cooperar con los aparatos de Estado.
Éstos tienen sus aliados naturales en el victimismo, el narcisismo, la irresponsabilidad, la frivolidad, la pereza, la apatía, la idea de la vida como disfrute, las nociones de felicidad y bienestar, la negativa al esfuerzo, la entrega y la pesadumbre inevitable del existir en tanto que humanos (mucho más, del resistir, oponerse y luchar). Sin todo eso la actuación de dichos aparatos estaría repleta de inconvenientes fundamentales, que la convertirían en un deslizarse hacia su derrota. En definitiva, podemos vivir sin diversión pero no podemos vivir sin esfuerzo, pues en él está componente fundamental de toda victoria, de manera que no existe el hedonismo “antisistema”.
En la Antigüedad, griega y romana, el placerismo, sobre todo como epicureismo, fue la ideología segregada por el poder estatal para dominar psíquicamente a las masas de esclavos y libres sin poder. En el siglo XVIII, el doctrinarismo gozador de ilustrados y “filósofos”, agente intelectuales de las testas coronadas europeas, creó las condiciones para el desarrollo en flecha del aparato estatal y el capitalismo. Nietzsche es a la vez hedonista, teorético de los fascismos e ideólogo decisivo de la hiper-modernidad en curso. En el presente, el hedonismo izquierdista y el felicismo de Estado (en tanto que Estado de bienestar), cumplen la misma función, pero a un nivel superior: con ellos no sólo perdemos la libertad sino que nos hacemos subhumanos, esto es, cada día más ininteligentes, insociables, flojos, sin voluntad, egoístas y cobardes.
En “La revolución que viene”, T.J. Kaczynski califica al hedonismo vigente en EEUU de “especialmente despreciable”. Se debe a que a pesar de las graves simplificaciones y fallos que le son propios, plantea la revolución como meta. Por ello hace algo de sentido común, vapulear al hedonismo. Quienes con sus palabras, o su silencio cómplice, lo difunden, manifiestan que no desean ninguna transformación revolucionaria, que son unos enamorados del actual orden, al que anhelan conservar reformado para disfrutar y gozar más aún, bajo él. Así es, una causa del aferramiento de una buena parte de la “radicalidad” militante al programa socialdemócrata resulta del hedonismo, pues cuando aquélla calcula el esfuerzo y el displacer que contienen por necesidad la acción revolucionaria renuncia a ella, para hacerse partidaria de las fórmulas fáciles, divertidas e indoloras que vende la socialdemocracia para “cambiar la sociedad”.
No puede haber política sin ética, ni ética sin política, y ambas han de ser de la misma naturaleza, de manera que una política de transformación integral del orden constituido no puede valerse de una moralidad burguesa, esto es, cimentada en el par hedonismo-felicismo. Sin duda, la ética tiene un valor por sí misma, no es mero instrumento, no se define por sus logros en otros terrenos sino por su intrínseca magnificencia. Pero, al mismo tiempo, no pude estar ausente del compromiso político, más bien al contrario, ha de iluminar, orientar y hacer consistente a éste. Una política sin moralidad da en el maquiavelismo, o pierde empuje y se adecua a lo existente, de la misma manera que una eticidad sin política suele terminar, salvo escasas excepciones, en mera verborrea eticista, hecha a partes iguales de impotencia y mediocridad, de hipocresía y conformismo.
Félix Rodrigo Mora
No hay comentarios:
Publicar un comentario
yesyukan