La cultura del solipsismo
Marcelo Colussi (especial para ARGENPRESS.info)
“Es más fácil para la mayor parte de la gente encontrar
un dinosaurio que un vecino”.
Alain Touraine
Pero más allá de esa disquisición, lo que queda claro en el concepto en cuestión es que, extremando las cosas –y quizá simplificándolas, pero ello alcanza para lo queremos decir–, lo importante en esta visión no es tanto lo externo sino la realidad subjetiva. Dicho en forma esquemática, dentro de este abordaje, desde un solipsismo radical, el “yo” puede pasar a ser el centro del mundo superando en importancia al mundo material mismo: “solo existo yo”.
¿Por qué traemos a colación esto en un artículo que, en realidad, no se pretende filosófico en términos estrictos? Podríamos haberlo llamado también “la cultura del narcisismo”, en referencia al “amor a la imagen de sí mismo” que descubre el psicoanálisis, ya no como asunto psicopatológico sino como elemento constitutivo del fenómeno humano, momento clave en la conformación del sujeto “normal”. Pero preferimos quedarnos con la noción filosófica de solipsismo para evitar toda posible connotación de disfuncionalidad psicológica. Aunque, en verdad, el sentido último del artículo, y seguramente su título más exacto, debería ser: “La cultura actual: ¿hacia un solipsismo radical?, con el subtítulo: ¿Hacia un olvido de mi vecino? ¿Por qué vivimos encerrados en nosotros mismos?”
Solipsismo entonces: ¿eso significa que estamos encerrados en nosotros mismos? ¿Acaso es esa nuestra condición cotidiana, nuestra marca de vida? Hablando de asuntos psicológicos justamente, podríamos preguntarnos si no es esa cerrazón la psicosis, la forma extrema de vuelta hacia sí mismo. Pues no. Sin hablar de psicopatología, lo que queremos transmitir con esta breve reflexión es cómo la construcción cultural que se va imponiendo globalmente hoy día tiene cada vez más que ver con esta actitud “solipsista”, con esta vuelta sobre sí mismo y, al mismo tiempo, con una creciente despreocupación por el mundo, que naturalmente también incluye una despreocupación por el otro. ¿Cómo se llama mi vecino? Cada vez más gente, por las condiciones mismas de “la vida moderna”, lo desconoce. ¡¡Y nadie vería eso como una tragedia político-cultural!! Pero lo es, aunque en principio pareciera trivial hablar de ello. El otro título que se le pudiera dar a la reflexión sería entonces: “De la organización popular de base al desconocimiento absoluto del otro”.
Nuestra actual construcción cultural, a escala global, podríamos considerarla como cultura de la imagen, es decir: una civilización que, cada vez más, se constituye sobre la base de las imágenes en tanto eje definitorio, imágenes que nos marcan el camino, que nos dan todo resuelto, que nos ahorran el penoso esfuerzo de pensar. De esto, numerosos autores ya han dicho mucho, y con gran propiedad por cierto (mucho más de lo que puede aportar este breve escrito): el mundo moderno, el mundo que va generando la explosión científico-técnica del siglo XX, se constituye en forma creciente a partir del poder de lo mediático, de lo que nos “enseñan” los medios masivos de comunicación (que no son neutros, inocentes, que responden a lógicas de élites poderosas).
Ahora bien: esa es una tendencia que, al igual que sucede con cualquier tecnología que aparece en el horizonte humano, no decide por sí misma el curso de los acontecimientos. Sin dudas la información masificada se puede utilizar para crear ejércitos de consumidores despolitizados, y eso debemos criticarlo enérgicamente; pero también puede servir para proponer mensajes alternativos, no opresores y liberadores; o para educar sobre la prevención de una enfermedad, o para alertar sobre una catástrofe natural. El problema no está en el instrumento mismo, en la tecnología en juego. Sin embargo, no hay dudas que las modernas tecnologías comunicacionales que ponen todo el acento en el “consumo de imágenes” (televisión, internet, videojuegos, pantallas de los teléfonos móviles) tienen un peso específico que no puede minimizarse. La cultura de la imagen, independientemente de para qué se la use, tiene una lógica propia que puede ser puesta en tela de juicio por lo que implica en sí misma.
Como siempre se ha dicho acertadamente: el instrumento sirve para lo que se lo quiera hacer servir. El cuchillo pela una fruta o es un arma asesina; igualmente la energía nuclear puede iluminar una ciudad completa, o destruirla. Pero esta cultura de la imagen de la que hablamos, esta nueva forma de vivir que significa estar pegado a una pantalla… ¿no abre la necesidad de una lectura crítica en cuanto a la tecnología misma, independientemente de para qué se la utilice?
Quizá hay en todo esto algo, o mucho, de “protesta” de viejo cascarrabia –lo asumo provisionalmente–; se puede evidenciar aquí el reproche tal vez improcedente de alguien que no se crió de niño con la cultura informática y la civilización de la imagen como el pan nuestro de cada día. Pero más allá de consideraciones personales (soy de la “guardia vieja”, de los que, de más joven, no practicó sexo virtual por medio de una computadora ni de los que se conectaban a internet desde su teléfono celular para ver un vídeo-clip), entiendo que la pregunta no deja de ser legítima: ¿con estas tecnologías que nos propone la sociedad global de la información, no se está dando pie a la construcción de una cultura solipsista?
Hablar de “cultura del solipsismo” puede ser algo más que una metáfora: intenta mostrar cómo se va construyendo la cotidianeidad, y por tanto la subjetividad, de cada vez más población planetaria. Es cierto que en nuestro asimétrico mundo no todos tienen acceso a la tecnología que marca el camino de los modelos de progreso y de la que, según indica el discurso dominante, no se puede estar al margen. En ese sentido es imprescindible puntualizar que buena parte de la población mundial, aún a riesgo de ser considerada “atrasada” y “no estar a la moda”, no tiene acceso a energía eléctrica ni a telefonía de ningún tipo, mucho menos dispone de televisor, y es muchísima más la gente que no conoce el internet que quienes ya devinieron furiosos internautas. De todos modos la historia la escriben los que ganan, por lo que el mito dominante es que esta cultura de la imagen se impone a pasos agigantados, y ¡eso es el progreso!, ¡eso marca las modas!, y ¡no vale la pena –ni podemos– oponernos a la marcha del desarrollo!
Aunque sea real que aún es muchísima más la población planetaria que no navega en internet, la cultura del encerrarse en sí mismo a mirar una pantalla viene creciendo con fuerza contundente, y esa pareciera ser la matriz que nos va englobando. Los “primitivos” de los países “atrasados” no tendrían más camino que, tarde o temprano, también volverse internautas y consumidores de esta cultura universal. Según esta tendencia, entonces, el solipsismo irremediablemente nos espera al final del camino a todas y todos.
Es interesante considerar los siguientes datos: según un estudio elaborado por la agencia de publicidad J. Walter Thompson USA Inc., de Los Ángeles, California, entre una pequeña muestra de 1.011 internautas de Estados Unidos, alrededor de la mitad de los usuarios cree que internet es un elemento imprescindible e insustituible en sus vidas. Por lo pronto, un 15 % de ellos manifestó que no aguantaría más de un día sin la red de redes, el 21 % sólo soportaría un par de días, y un 19 % podría estar hasta una semana sin navegar en la red. Por otro lado, un 48 % del total reconoce que cuando no tiene acceso a internet siente que le falta algo. Y un dato que realmente hay que leer con detenimiento es que casi un tercio de los encuestados preferiría dejar de ver a sus amigos o de tener relaciones sexuales antes que sacar internet de sus vidas y, de hecho, el 20 % afirmó que ya practica menos sexo por pasar demasiado tiempo en la world wide web, mientras que un 28 % ve menos a sus amigos y pasa menos horas fuera de casa pegado a su computadora.
Para entrar en la ruta del progreso parece que, inexorablemente, hay que llegar a eso: el solipsismo nos espera victorioso. Aunque, claro… ese modelo de desarrollo podría ser cuestionable. Pero no obstante, crece a pasos agigantados. Como contraparte hay quien dice –y no a título de chiste– que ese sexo virtual incluso tiene considerables ventajas: no transmite enfermedades infecto-contagiosas (adiós VIH/Sida) ni produce embarazos no deseados, entre otras cosas. Además es barato, nunca pone “peros” y está disponible las 24 horas del día. ¡Genial!, ¿no?
Es claro que las tecnologías no pueden juzgarse éticamente: retomando el ejemplo de más arriba, ni el cuchillo ni la energía atómica son, en sí mismos, cuestionables, “buenos” o “malos”, sino el proyecto político-social en que se inscriben. Pero si esta herramienta de la cultura de la imagen que nos fuerza a estar cada vez más horas sentados frente a una pantalla olvidándonos del otro para encerrarnos en este diálogo supuesto con una máquina interactiva (que de interactiva no tiene nada, porque nos determina siempre en un mismo sentido: desde ella hacia nosotros), si esa modalidad nos está transformando crecientemente en consumidores pasivos, hay algo en esa herramienta misma que debe revisarse.
De alguna manera el capitalismo hiper desarrollado, “post moderno” como se ha dicho, se consolida en esta construcción civilizatoria que necesita seres encerrados en sí mismos (¿solipsistas?) que, como dice la cita de Touraine en el epígrafe, pueden prescindir perfectamente del vecino. El modelo propuesto es un ser encerrado ante una pantalla, consumiendo pasivamente y que hasta puede preferir el sexo virtual al real. Ser que, sin ser patológico, vive una soledad esencial, desconectado del otro igual que tiene al lado. Para esta sociedad de la información basada en un consumismo voraz y manejada hábilmente con las tecnologías cada vez más sofisticadas, la organización de base, el contacto con el otro de carne y hueso, la participación popular, todo eso sale sobrando (¿quizá también el sexo real?).
Es probable que la apuesta de los poderes dominantes sea potenciar a niveles extremos estas tecnologías que, en definitiva, sirven para entronizar ese modelo de ser individual desconectado de todo, salvo de su sistema multimedial. Es difícil precisar si la tecnología virtual que parece haber llegado para quedarse, sin la más mínima duda, sea cuestionable en sí misma; lo que sí es evidente es la meta perseguida desde los factores de poder: ejércitos de individuos desconectados unos de otros en la realidad, unidos por las imágenes en el plasma líquido de pantallas cada vez más realistas, en tres dimensiones. El buen sexo también queda asegurado con estas tecnologías –ahí está la ropa especial con sensores que permiten orgasmos reales y los lentes tridimensionales a la orden mientras se mira alguna pantalla–. Y si se desean hijos…., ahí está el Sur empobrecido donde “sobran” niños, siempre listos para ser transferidos al Norte (matando dos pájaros de un solo tiro: evitando molestos embarazos y realizando una buena acción altruista a través de una adopción de alguien que sí podrá entrar en las mieles del desarrollo y zafar de la pobreza crónica).
Quizá la cultura de la imagen no necesariamente crea solipsistas enfermizos. No, claro. Pero las posibilidades están muy cercas. Los factores de poder, evidentemente, ya lo descubrieron. ¿Cuántas horas diarias cada buen ciudadano/o integrado/a dedica a estas pantallas, sea televisor, computadora o la parafernalia en juego que se ofrece? ¿Cuántos de quienes leen esto no hay tenido un orgasmo asistido por tecnologías audiovisuales? (la facturación por películas pornográficas en Estados Unidos se aproxima al monto que mueve el otro cine; y según estimaciones serias, más de una cuarta parte de las consultas a internet son visitas a portales pornográficos). La cultura de la imagen y las plataformas tecnológicas que la soportan no son el enemigo a vencer, sin dudas. Pero por lo menos deben abrir la crítica. ¿Por qué es cierto, repitiendo el epígrafe, que podemos encontrar con mayor facilidad un dinosaurio –o chatear con alguien en la China quizá– que saber el nombre de nuestro vecino, y mucho menos juntarnos con él o ella para plantearnos interactuar en función de algún cometido común? (que puede ser hacer el amor u organizarnos para protestar por algo, o para luchar contra las injusticias del mundo, etc., etc.)
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