FRANCESES UN ESFUERZO MAS SI QUERÉIS SER REPUBLICANOS
LA RELIGIÓN
Vengo a ofreceros grandes ideas: escuchadlas y meditad sobre ellas; aunque no todas agraden, por lo menos se aceptarán algunas. Con esto habré contribuido en algo al progreso de las luces y así quedaré conforme. No lo oculto en absoluto: observo con pena la lentitud con que tratamos de llegar a la meta; presiento con inquietud que estamos a punto de fracasar una vez más. ¿Se piensa que esa meta habrá sido alcanzada cuando nos hayan dado leyes? Que no se imagine tal cosa. ¿Qué haríamos con las leyes, sin religión? Nos hace falta un culto, y un culto hecho para el carácter de un republicano, quien está muy lejos de poder reanudar jamás el de Roma. En un siglo en que estamos tan convencidos de que la religión debe apoyarse sobre la moral, y no la moral sobre la religión, hace falta una religión que convenga a las costumbres, que sea como el desarrollo de éstas, como su consecuencia necesaria, y que pueda, elevando el alma, mantenerla perpetuamente a la altura de esta preciosa libertad en la que hoy tiene su único ídolo. Ahora bien, os pregunto si se puede suponer que la de un esclavo de Tito, la de un vil histrión de Judea, puede convenir a una nación libre y guerrera que acaba de regenerarse. No, compatriotas míos, no, vosotros no lo creéis. Si, para su desgracia, el francés se sumiera de nuevo en las tinieblas del cristianismo, por un lado el orgullo, la tiranía, el despotismo de los sacerdotes, vicios siempre renacientes en esa horda impura, y por el otro la bajeza, la estrechez de miras, las mezquindades de los dogmas y los misterios de esa religión indigna y fabulosa, debilitando el orgullo del alma republicana, a poco la volverían a someter al yugo que su energía acaba de romper.
No perdamos de vista que esa pueril religión era una de las mejores armas en manos de nuestros tiranos; uno de sus primeros dogmas era Dar al César lo que es del Cesar; pero, nosotros hemos destronado a César y no queremos darle nada. Franceses: en vano podéis jactaros de que el espíritu de un clero juramentado no puede ser ya el de un clero refractario; hay vicios de naturaleza que es imposible corregir. Antes de diez años, por medio de la religión cristiana, de su superstición, de sus prejuicios, vuestros sacerdotes, pese a su juramento, pese a su pobreza, recuperarían sobre las almas el dominio que tuvieron, os encadenarían nuevamente a los reyes, pues el poderío de éstos apuntaló siempre el de aquellos, y entonces vuestro edificio republicano, privado de bases, se derrumbaría.
A vosotros los que tenéis el hacha en la mano, os digo: dad el último golpe al árbol de la superstición, no os contentéis con podar las ramas: extirpad por completo una planta cuyos efectos son tan contagiosos; podéis tener la convicción más absoluta de que vuestro sistema de libertad e igualdad contraría demasiado abiertamente a los ministros de los altares de Cristo para que llegue a haber uno solo que lo adopte de buena fe, o que no trate de sacudirlo si llega a recuperar algún dominio sobre las conciencias. ¿Qué sacerdote, comparando el estado a que se lo acaba de reducir con el que gozaba en el pasado, no hará cuanto esté a su alcance para recuperar la confianza y la autoridad que se le han hecho perder? ¡Y cuántos seres débiles y pusilánimes volverán entonces a ser los esclavos de este ambicioso tonsurado! ¿Por qué no se imagina que los inconvenientes que existieron pueden resurgir todavía? En la infancia de la Iglesia cristiana, ¿no eran los sacerdotes lo que son en la actualidad? Sabéis adonde habían llegado; pero, ¿quién los había llevado hasta allí? ¿No fueron, acaso, los medios que les proporcionaba la religión? Ahora bien, si no se la prohíbe completamente, esa religión y los que la predican, como siempre disponen de los mismos recursos, llegarán siempre a la misma meta.
Aniquilad, pues, para siempre todo aquello que algún día puede destruir vuestra obra. Pensad que como el fruto de vuestras labores está reservado para vuestros descendientes, es deber vuestro y corresponde a vuestra probidad no dejarles ninguno de estos gérmenes nocivos que podrían volver a hundirnos en el caos del que tanto nos cuesta salir. Ya los prejuicios se disipan, ya el pueblo abjura de los absurdos del catolicismo; ya ha suprimido los templos, derribado los ídolos y se ha resuelto que el matrimonio sólo es un acto civil; los confesionarios, rotos, sirven para las calderas públicas; los pretensos fieles, desertando del banquete apostólico, dejan los dioses de harina a los ratones. Franceses: no os detengáis. Europa entera, con una mano lista sobre la venda que tapa sus ojos, espera de vosotros el esfuerzo que debe arrancársela de la frente. Daos prisa: no le dejéis a la Santa Roma, que se agita en todo sentido para reprimir vuestra energía, tiempo para conservar tal vez algunos prosélitos todavía. Golpead sin reservas su cabeza altanera y temblorosa y que, antes de dos meses, el árbol de la libertad, haciendo sombra a los restos de la silla de San Pedro, cubra con el peso de sus ramas victoriosas todos esos despreciables ídolos del cristianismo, levantados con descaro sobre las cenizas de los Catones y los Brutos.
Franceses, os repito que Europa espera de vosotros que la libréis a la vez del cetro y del incensario. Pensad en que os resultará imposible libertarla de la tiranía real sin hacerle romper al mismo tiempo los frenos de la superstición religiosa: los vínculos entre una y otra son demasiado estrechos como para que os sea posible dejar subsistir una de las dos sin recaer, pronto, bajo el dominio de la que no os ocupáis de aniquilar. Un republicano no debe prosternarse ante las rodillas de un ser imaginario ni ante las de un impostor; ahora sus únicos dioses deben ser el coraje y la libertad. Roma desapareció en cuanto se predicó el cristianismo y Francia estará perdida si reaparece.
Examínense con atención los dogmas absurdos, los misterios espantosos, las ceremonias monstruosas, la moral imposible de esta repugnante religión y se verá si puede adecuarse a las necesidades de una república. ¿Creéis vosotros de buena fe que me dejaría dominar por la opinión de un hombre a quien acabara de ver a los pies del imbécil sacerdote de Jesús? ¡Por cierto que no! Ese hombre, siempre vil, participará sin cesar, por la mezquindad de sus ideas, de las atrocidades del antiguo régimen; desde el momento en que pudo someterse a las estupideces de una religión tan baja como la que tenemos la locura de admitir, no puede dictarme leyes ni transmitirme luces; sólo puedo verlo como un esclavo de los prejuicios y la superstición.
Echemos un vistazo, para convencernos de esta verdad, hacia esos contados individuos que siguen fieles al culto insensato de nuestros padres; veamos si no son todos ellos enemigos irreconciliables del actual sistema; veamos si en su número no está comprendida enteramente esa casta, tan con justicia despreciada, de los realistas y los aristócratas. ¡Que el esclavo de un tunante coronado se arrodille, si así lo desea, a los pies de un ídolo de pasta, ya que semejante objeto está hecho para su alma de lodo: quien puede servir a los reyes, debe adorar a los dioses! Pero, nosotros, franceses, pero nosotros, compatriotas míos, ¿vamos a seguir arrastrándonos humildemente bajo un yugo tan despreciable? ¡Más vale morir mil veces que volver a someternos! Puesto que creemos en la necesidad de un culto, imitemos el de los romanos: las acciones, las pasiones y los héroes: esos eran sus respetables objetos. Semejantes ídolos elevaban el alma, la electrizaban; y aún nacían más: le comunicaban las virtudes del ser respetado. El adorador de Minerva quería ser prudente. El coraje latía en el corazón de aquél a quien se veía a los pies de Marte. Ni uno solo de los dioses de esos grandes hombres estaba privado de energía; todos hacían pasar el fuego que los abrasaba al alma de quien los veneraba. Y, como existía la esperanza de ser uno mismo venerado un día, se aspiraba a llegar a ser por lo menos tan grande como aquél a quien se tomaba como modelo. Pero, ¿qué encontramos en cambio en los dioses vanos del cristianismo? ¿Qué nos ofrece, pregunto, esta imbécil religión8? ¿El vacuo impostor de Nazaret os infunde algunas grandes ideas? ¿Su sucia y repugnante madre, la impúdica María, os inspira algunas virtudes? ¿Y encontráis en los santos que adornan su Elíseo algún modelo de grandeza, heroísmo o virtudes? Es tan cierto que esta estúpida religión no ofrece nada a las grandes ideas que ningún artista puede emplear sus atributos en los monumentos que crea; incluso en Roma, la mayor parte de las bellezas o los ornamentos del palacio de los papas tienen su modelo en el paganismo y mientras exista el mundo sólo él animará la palabra de los grandes hombres.
¿Acaso encontraremos en el teísmo puro más motivos de grandeza y elevación? ¿Acaso la adopción de una quimera, al dar a nuestra alma ese grado de energía que es esencial para las virtudes republicanas, llevará al hombre a venerarlas o practicarlas? No lo imaginemos; se está de vuelta de ese espectro y en la actualidad el ateísmo es el único sistema de todas las personas que saben razonar. A medida que el hombre se ha ilustrado, se ha percatado de que, como el movimiento es inherente a la materia, el agente necesario para imprimir ese movimiento se convertía en un ser ilusorio y que, como todo cuanto existe debe estar en movimiento por su esencia misma, el motor resultaba inútil; se ha visto que ese dios quimérico, prudentemente inventado por los primeros legisladores, sólo era entre sus manos un medio más para encadenarse y que, al reservarse el derecho de hacer hablar únicamente a ese fantasma, se cuidarían mucho de hacerle decir tan sólo lo que fuera en apoyo de las ridículas leyes por las que pretendían someternos. Licurgo, Numa, Moisés, Jesucristo y Mahoma, todos esos grandes bribones, todos esos grandes déspotas de nuestras ideas, supieron asociar las divinidades que fabricaban a su ambición desmesurada y, seguros de cautivar los pueblos con la sanción de estos dioses, se cuidaron siempre, según se sabe, de interrogarlas solamente cuando les resultaba oportuno o de no hacerles responder sino lo que creían que podía serles útil.
Cubramos pues hoy el mismo desprecio el dios vano que han predicado los impostores y todas las sutilezas religiosas que resultan de su ridícula adopción; ese sonajero ya no puede entretener a los hombres libres. Que la extinción total de los cultos se incorpore, pues, a los principios que propagamos por toda Europa. No nos limitemos a romper los cetros; pulvericemos para siempre los ídolos; nunca hubo sino un paso de la superstición al realismo9. Y era necesario que así fuera, sin duda, puesto que uno de los primeros artículos de la coronación de los reyes era siempre el mantenimiento de la religión dominante como una de las bases políticas que más debían contribuir a sostener sus tronos. Pero, desde que el trono no existe más y desde que por fortuna no existirá nunca más, no temamos extirpar igualmente lo que constituía su base.
Sí, ciudadanos, la religión es incompatible con el sistema de la libertad; lo habéis sentido. Nunca el hombre libre se doblará ante los dioses del cristianismo; jamás sus dogmas, jamás sus ritos, sus misterios o su moral convendrán a un republicano. Puesto que os esforzáis por destruir todos los prejuicios, un esfuerzo más: no dejéis subsistir ninguno, si es que basta con uno para rehacerlos a todos. ¡Cuánto más seguros debemos estar de su retorno si el que dejáis subsistir es positivamente la cuna de todos los demás! Dejemos de pensar que la religión pueda ser útil para el hombre. Contemos con buenas leyes y entonces no sufriremos la necesidad de religión. Pero, se dice, el pueblo necesita de una, la religión lo divierte, lo frena. ¡Enhorabuena! Dadnos, pues, en este caso, la que conviene a hombres libres. Dadnos los dioses del paganismo. De buena gana adoraremos a Júpiter, Hércules o Palas; pero ya nada queremos saber del fabuloso autor de un universo que se mueve por sí solo; ya nada queremos saber de un dios sin extensión y que empero todo lo llena con su inmensidad, de un dios omnipotente y que no lleva a cabo nunca lo que desea, de un ser soberanamente bueno y que solo deja descontentos, de un ser amigo del orden y en cuyos dominios todo está en desorden. No, ya nada queremos saber de un dios que desorganiza la naturaleza, que es el padre de la confusión, que mueve al hombre en el momento en que éste se entrega a hacer horrores; semejante dios nos hace estremecer de indignación y lo relegamos por siempre jamás al olvido, del que el infame Robespierre ha tratado de sacarlo10.
Franceses: remplacemos a ese indigno espectro con los imponentes simulacros que hacían a Roma señora del universo, tratemos todos los ídolos cristianos como ya hemos tratado los de nuestros reyes. Hemos repuesto los emblemas de la libertad sobre las bases qué sostenían en otro tiempo a los tiranos; reedifiquemos igualmente las efigies de los grandes hombres sobre los pedestales de esos depravados que el cristianismo adora11. Dejemos de temer, para nuestras campañas, el efecto del ateísmo; ¿acaso los campesinos no han sentido la necesidad de la asimilación del culto católico, tan contrarío a los verdaderos principios de la libertad? ¿No han visto sin espanto al igual que sin dolor, tumbar sus altares y sus presbiterios? ¡Y bien!, creed que renunciarán del mismo modo a su ridículo dios. Las estatuas de Marte, Minerva y la Libertad serán instaladas en los sitios más destacados de sus moradas; para ellos se celebrará una fiesta anual; la corona cívica será discernida al ciudadano a quien más deba la patria. A la entrada de un bosque solitario, Venus, el Himeneo y el Amor, erigidos en un templo agreste, recibirán el homenaje de los enamorados; allí, por mano de las gracias, la belleza coronará a la constancia. No sólo se tratará de amar para ser digno de esa corona, también será necesario haber merecido serlo; el heroísmo, el talento, la humanidad, la grandeza de espíritu, el civismo probado: he ahí los títulos que a los pies de su amada estará obligado a exhibir el amante; y ellos remplazarán con creces los del nacimiento y la riqueza, que un necio orgullo exigía en el pasado. De este culto florecerán por lo menos algunas virtudes, en tanto que sólo nacen crímenes del que hemos tenido la debilidad de profesar. Este culto se aliará con la libertad que servimos; la animará, la mantendrá, la abrazará, en tanto que el teísmo es por su esencia y por su naturaleza el más mortal enemigo de la libertad que servimos.
¿Costó una gota de sangre la destrucción de los ídolos paganos durante el Bajo Imperio? La revolución, preparada por la estupidez de un pueblo que había retornado a la esclavitud, se. operó sin él menor obstáculo. ¿Cómo podemos temer que la obra de la filosofía sea más penosa que la del despotismo? Sólo los sacerdotes mantienen cautivo aún a los pies de su dios quimérico al pueblo que tanto teméis ilustrar; alejadlos de él y el velo caerá naturalmente. Creed que este pueblo, mucho más prudente de lo que os imagináis, liberado de las cadenas de la tiranía pronto lo estará de la superstición. Le teméis si no tiene este freno; ¡qué extravagancia! ¡Oh! Creedme, ciudadanos, aquél a quien la espada material de las leyes no detiene, tampoco lo será por el temor moral a los suplicios del infierno, del cual se burla desde su infancia; en una palabra, vuestro teísmo ha hecho cometer muchos delitos, pero jamás impidió uno solo. Si es verdad que las pasiones ciegan, que su efecto es elevar sobre nuestros ojos una nube que oculta los peligros que los rodean, ¿cómo podemos suponer que los que están lejos de nosotros, como lo son los castigos anunciados por vuestro dios, puedan conseguir disipar esa nube que no puede disolver la espada misma de las leyes que siempre está suspendida sobre las pasiones? Si se demuestra, pues, que estos frenos complementarios impuestos por la idea de un dios se vuelven inútiles, si queda demostrado que son peligrosos por sus otros efectos, pregunto qué utilidad pueden tener, entonces, y en qué motivos podríamos apoyamos para prolongar su existencia. ¿Se me dirá que aún no estamos bastante maduros como para consolidar todavía nuestra revolución en una forma tan manifiesta? ¡Vamos! Conciudadanos míos: el camino que hemos recorrido desde él 89 era tanto más difícil que el que nos queda por hacer, y tenemos que modelar mucho menos la opinión para lo que os propongo que lo que la hemos atormentado en todo sentido desde la época de la toma de la Bastilla. Creemos que un pueblo tan sabio y valeroso como para llevar a un monarca impúdico desde la cúspide de las grandezas hasta el pie del cadalso, que en estos pocos años supo vencer tantos prejuicios y frenos ridículos, lo será tanto como para inmolar al bien de la cosa, a la prosperidad de la república, un fantasma mucho más ilusorio aún que el de un rey.
Franceses: vosotros daréis los primeros golpes, vuestra educación nacional hará el resto. Pero, poneos rápidamente a esta faena; que se convierta en una de vuestras preocupaciones más importantes, que tenga sobre todo como base esa moral esencial, tan descuidada en la educación religiosa. Remplazad las necedades deíficas con que fatigáis los oídos de vuestros hijos por excelentes principios sociales; que en vez de aprender a recitar fútiles plegarias que se jactarán de olvidar en cuanto cumplan dieciséis años, se los instruya sobre sus deberes en la sociedad; enseñadles a venerar virtudes de las que apenas les hablabais en otros tiempos y que, sin vuestras fábulas religiosas, bastan para su felicidad individual; hacedles ver que esa felicidad consiste en hacer tan afortunados a los otros como deseamos serlo nosotros mismos. Si fundáis esas verdades en las quimeras cristianas, como locamente se lo hacía antaño, no bien vuestros alumnos reconozcan la futileza de las bases tumbarán el edificio y se convertirán en delincuentes, porque creerán que sólo la religión que han derribado se los impedía ser. En cambio, haciéndoles sentir la necesidad de la virtud únicamente porque su propia felicidad depende de ello, serán personas honradas por egoísmo, y esta ley que rige a todos los nombres será la más segura de todas; que se evite, pues, con el mayor cuidado, mezclar alguna fábula religiosa a esta educación nacional. No perdamos nunca de vista que queremos formar hombres libres y no viles adoradores de un dios. Que un filósofo sencillo instruya a estos nuevos alumnos en los sublimes secretos de la naturaleza; que les demuestre que el conocimiento de un dios, a menudo muy peligroso para los hombres, no favoreció nunca su felicidad y que no serán más dichosos al admitir como causa de lo que no comprenden una cosa que comprenderán todavía menos; que es mucho menos importante entender la naturaleza que gozar de ella y respetar sus leyes; que esas leyes son tan sabias como sencillas; que están escritas en los corazones de todos los hombres y que basta interrogar el corazón para discernir el impulso. Si insisten en que les habléis de un creador respondedles que como las cosas siempre han sido lo que son, que como nunca tuvieron comienzo ni nunca tendrán fin, al hombre le resulta tan inútil cuanto imposible tratar de remontarse a un origen imaginario que no explicaría nada ni llevaría a nada. Decidles que a los hombres les es imposible tener ideas veraces sobre un ser que no actúa sobre ninguno de nuestros sentidos. Todas nuestras ideas son representaciones de los objetos que nos impresionan; ¿qué puede representarnos la idea de dios, que es evidentemente una idea sin objeto? Tal idea, les diréis también, ¿no es tan imposible como un efecto sin causa? ¿Una idea sin prototipo es algo más que una quimera? Algunos doctores, proseguiréis diciéndoles, aseguran que la idea de dios es innata y que los hombres ya la tienen en el vientre materno. Pero eso es falso, les agregaréis; todo principio es un juicio, todo juicio es efecto de la experiencia y la experiencia sólo se adquiere por el ejercicio de los sentidos; de lo que se sigue que los principios religiosos no responden a nada y no son en absoluto innatos. ¿Cómo, les diréis luego, ha podido persuadirse a seres racionales de que la cosa más difícil de comprender era la más esencial para ellos? Es que se les ha causado un gran terror; y, cuando se tiene miedo, se deja de razonar; es que sobre todo se les recomendó que desconfiaran de su razón y, cuando el cerebro está turbado, se cree todo y no se examina nada. La ignorancia y el miedo, diréis también, he ahí las dos bases de todas las religiones. La incertidumbre en que se halla el hombre con respecto de su dios es precisamente el motivo que lo ata a su religión. El hombre tiene miedo de las tinieblas, tanto en lo físico como en lo moral el miedo se vuelve habitual en él y se convierte en necesidad; creería que le falta algo si ya nada tuviera que esperar o temer. Volved enseguida sobre la utilidad de la moral: dadles sobre este gran tema más ejemplos que lecciones, más pruebas que libros y haréis así buenos ciudadanos; haréis de ellos buenos guerreros, buenos padres, buenos esposos; haréis hombres tanto más fieles de la libertad de su país cuanto ninguna idea de servidumbre podrá presentarse a su espíritu ni ningún terror religioso vendrá a perturbar sus inteligencias, Entonces el verdadero patriotismo brillará en todas las almas; reinará con toda su fuerza y con toda su pureza porque se convertirá en el único sentimiento dominante y ninguna idea extraña aminorará su energía; entonces, vuestra segunda generación quedará asegurada y vuestra obra, por ella consolidada, se convertirá en la ley del universo. Pero, si por temor o pusilanimidad no son seguidos estos consejos, si se dejan subsistir las bases del edificio que se había pensado destruir, ¿qué es lo que ocurrirá? Sobre sus bases se reconstruirán y repondrán los mismos colosos, con la cruel diferencia que esta vez estarán cimentados con tal fuerza que ni vuestra generación ni la que la seguirá lograrán tumbarlos.
Que nadie dude de que las religiones son la cuna del despotismo; el primero de todos los déspotas fue un sacerdote; el primer rey y el primer emperador de Roma, Numa y Augusto, se asocian uno y otro al sacerdocio; Constantino y Clodoveo más fueron abates que soberanos; Heliogábalo fue sacerdote del sol. En todos los tiempos y en todos los siglos ha habido entra el despotismo y la religión tal vínculo que está más que demostrado que al destruir el uno se socava el otro, por la muy poderosa razón de que el primero siempre servirá de ley al segundo. No propongo, sin embargo, matanzas ni deportaciones; todos esos horrores están demasiados lejos de mi alma para que tan sólo ose concebirlos un instante. No, no asesinéis, no expulséis del país: esas atrocidades corresponden a los reyes o a los canallas que los imitaron; no es imitándolos como inspiraréis terror hacia quienes las practicaban. Sólo recurramos a la fuerza contra los ídolos; basta el ridículo para quienes los sirven: los sarcasmos de Juliano dañaron más la religión cristiana que todos los suplicios de Nerón. Sí, destruyamos para siempre toda idea de dios y de sus sacerdotes hagamos soldados; algunos ya lo son; que se entreguen a ese oficio tan noble para un republicano pero que no nos hablen más ni de su ser quimérico ni de su religión fabulosa, único objetivo de nuestros desprecios. Condenemos a ser mofado, ridiculizado, cubierto de lodo en los cruces de las principales ciudades de Francia al primero de esos charlatanes benditos que venga a hablarnos todavía de dios o de religión; una prisión eterna será la pena para quien caiga dos veces en las mismas faltas. Que las blasfemias más insultantes y las obras más ateas sean enseguida autorizadas plenamente a fin de terminar de extirpar del corazón y la memoria de los hombres esos espantables juguetes de nuestra infancia; que se organice un concurso para elegir la obra más capaz de esclarecer por fin a los europeos sobre una materia tan importante y que un premio considerable, discernido por la nación, sea la recompensa para aquél que, diciéndolo todo, demostrándolo todo en esta materia, ya sólo deje a sus compatriotas un hacha para tumbar todos esos espectros y un corazón recto para odiarlos. En seis meses, todo estará terminado; vuestro infame dios estará en la nada y sin que por eso el hombre deje de ser justo, celoso de la estima de los otros, sin que cese de temer la espada de la ley y de ser honrado, pues el hombre ya sabrá que el auténtico amigo de la patria no debe, como el esclavo de los reyes, ser arrastrado por quimeras; en pocas palabras, que ni la frívola esperanza en un mundo mejor ni el temor de males mayores que los causados por la naturaleza deben orientar la conducta de un republicano, cuya sola guía es la virtud así como su único freno el remordimiento.
y el velo caerá naturalmente.
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