La cuestión indígena, irresuelta
U
n día después de que en visita a San Juan Chamula el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, se proclamara amigo y hermano” de los tzotziles, y expresara ahí mismo su satisfacción por “estar trabajando por la gente más pobre”, el presidente de la Comisión Nacional de los Derecho Humanos (CNDH), Raúl Plascencia, dio a conocer un dato conciso y exasperante: de los 14 millones de mexicanos indígenas, la mitad no comprende el español y, por ello, desconoce sus derechos, así como las condiciones para hacerlos efectivos.
En materia de derechos indígenas, el contraste entre el discurso oficial y las lacerantes realidades sociales no requiere de mucha investigación para resaltar toda su crudeza: Teresa Alcántara Juan, Alberta González Cornelio y Jacinta Francisco Marcial, pertenecientes las tres a la etnia ñañu, fueron injustamente acusadas, en agosto de 2006, de secuestrar a varios policías de la extinta Agencia Federal de Investigación; Jacinta permaneció en prisión hasta septiembre de 2009, en tanto sus compañeras estuvieron recluidas hasta hace dos semanas.
Varios organismos humanitarios nacionales e internacionales documentaron no sólo el injustificable encarnizamiento de la Procuraduría General de la República contra las tres mujeres –el abogado de la nación pidió 40 años de cárcel para Alcántara Juan y González Cornelio–, sino también la aberrante actuación de los jueces Eduardo López y Rodolfo Pedraza Longhi, el primero por condenarlas a dos décadas de prisión, y el segundo por ratificar esa sentencia y convalidar las graves irregularidades del proceso. Entre las violaciones a los derechos de las indígenas encarceladas, la Suprema Corte de Justicia de la Nación enumeró la fabricación de testimonios, el uso de pruebas ilícitas para acusarlas y la imposibilidad, dada su condición de indígenas, de un proceso imparcial y una defensa adecuada. Más aún, de acuerdo con los testimonios de las afectadas, el racismo de los policías desempeñó un papel fundamental para impulsar una acusación a todas luces inverosímil: el secuestro de seis agentes policiales por tres mujeres desarmadas.
El caso de las tres mujeres se volvió emblemático, dentro y fuera de México, de un universo de abusos y atropellos sistemáticos del poder público contra los indígenas, quienes, cuando deben relacionarse con instancias políticas formales, con frecuencia se ven imposibilitados de ejercer su plena ciudadanía.
Un paso fundamental, si se quiere empezar a corregir esta situación, es la recuperación de los términos originales de la llamada Ley de Derechos y Cultura Indígenas redactada por la Comisión de Concordia y Pacificación del Congreso de la Unión, un conjunto de reformas legales que resultó desvirtuado hace nueve años, cuando el Legislativo aprobó un remedo que dejó irresueltas algunas de las circunstancias legales que han hecho posible la marginación, la explotación y la discriminación de los pueblos indios por parte de la institucionalidad y de diversos sectores privados. El dato aportado ayer por el titular de la CNDH es un recordatorio de la pertinencia –por no decir la urgencia– de retomar el camino de las reformas constitucionales y legales que surgieron del diálogo en San Andrés Larráinzar entre el gobierno federal y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Otra acción necesaria es el establecimiento de responsabilidades y de las sanciones correspondientes a los funcionarios públicos que atropellaron los derechos de Jacinta, Teresa y Alberta. En ausencia de medidas como las señaladas, las palabras oficiales de simpatía hacia los indígenas seguirán pareciendo, a ojos de la opinión pública, actos de simulación.
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